lunes, octubre 12, 2009

Elogio del plano americano

A punto de embarcarse rumbo a Francia para buscar en París su destino, el sentido de la vida o cualquier cosa que justifique su existencia anodina, el joven Aloysius “Charles Parker” se cruza en el muelle con un muchacho parisino que ha llegado hasta Manhattan tratando de hallar ahí exactamente lo mismo.

De regreso en su desolado suburbio gringo, luego de un periplo infructuoso que lo ha llevado de un extremo a otro del país, visitando ex novias de la juventud para tratar de averiguar quién de ellas puede ser la madre de un hijo supuesto, del que sólo sabe por el rumor de una tarjeta anónima, el hastiado y maduro Don Johnston ve a un adolescente, quizá vagamente parecido a él, que lo observa desde la ventana de un coche que se aleja.

Entre una escena y la otra median cerca de 25 años y una de las miradas más lúcidas del cine contemporáneo. Su dueño, un encanecido cincuentón con aires de rockstar, se llama Jim Jarmusch.

Nacido en 1953 en Akron, Ohio, James R. Jarmusch encontró en esa urbe industrial —otrora capital llantera de los Estados Unidos— los ángulos sin lustre con que su ojo escéptico describe los márgenes del mundo. Como la disparatada Flat Earth Society, el cine de Jarmusch proclama una verdad que intuyen quienes eluden las búsquedas y los desplazamientos, pero que sólo podrán comprobar aquellos que los emprendan: la Tierra es plana, un lugar es todos los lugares y un hombre es el mismo en todas partes. Se zarpa un día con la ilusión de un nuevo mundo y se vuelve de la odisea con aquellas certezas y un puñado de polvo en los bolsillos. Como la Eva de Stranger than Paradise, a quien el tedio desolador del sueño americano al final no le resulta tan diferente del de su lejana Budapest. O como los prófugos Zack y Jack de Down by Law, quienes, como si se tratara de sus destinos, intercambian prendas antes de escoger cada cual su camino en una polvorienta encrucijada, en la que acaso terminen por confundir sus nombres. Con todo, no se trata de una visión atroz del mundo, sino de la de un desencantado irónico que la retrata sin afeites: “It’s a sad and beautiful world”.

Igual que Allie —aquel antihéroe lumpen del primer párrafo y de Permanent vacation, su opera prima—, el joven Jarmusch también se fue a París, a indigestarse de celuloide en la Cinémathèque Française, a descubrir ahí su vocación definitiva. Sin embargo, antes de esa revelación, el ex estudiante universitario de literatura inglesa había escuchado el llamado de la poesía. Podría pensarse que, al cambiar una pasión por otra, traicionó a su primer amor, pero en realidad nunca renunció a él: digamos que solamente la continuó por otro medio. Pocos cineastas contemporáneos han consolidado de manera tan precisa el vínculo entre poesía e imagen como él lo ha hecho. Allí donde se agotan las palabras, donde no pueden dar un paso más sin precipitarse en un abismo de significación, es donde nacen, por ejemplo, algunas de las imágenes más poderosas de Dead man y Ghost Dog

La de Jim Jarmusch es una elocuente lección de sobriedad lejana del vértigo narrativo de la era. En una época que tiende a la aceleración, el cineasta zen respira y panea con parsimonia. Mientras otros buscan las cimas extáticas del sentido, Jim vacía su mirada sobre planicies existenciales donde no pasa gran cosa. Pero al hacerlo, logra el paradójico prodigio de conferirle belleza a lo evidente, de hacer visible lo que no está ahí del todo: una nube de pájaros que huye del encuadre, el vértice de dos avenidas desiertas como símbolo de algo, un lago congelado que no vemos y que alguien más mira por nosotros.

Una pregunta antes de apagar las luces de la sala: ¿De qué tratan los filmes de Jim Jarmusch?... De un mundo triste, pero bello.
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Este exaltado perfil se publicó el sábado pasado en el suplemento "Laberinto" de Milenio Diario.