Sastre siniestro
Mauricio Molina, Telaraña, UNAM/Dirección de Literatura, México, 2008.
“Un autor se reconoce por sus obsesiones”, afirma la primera frase con que se nos presenta este nuevo libro de Mauricio Molina. Sin embargo, habría que potenciar la cláusula para describir la escritura toda de un autor que, en realidad, es él mismo sus obsesiones. Hace poco más de diez años, en el prólogo a La memoria del vacío, un brillante volumen de ensayos literarios, el propio Molina lo advertía de esta manera:
Siempre pensé que al escribir mis obsesiones éstas desaparecerían como por arte de magia, que la creación tenía una suerte de efecto terapéutico, pero ahora sé que no hay liberación posible: la escritura queda como una cicatriz mal cerrada que siempre corre el riesgo de abrirse nuevamente para dejar salir de nuevo a sus fantasmas.
Son precisamente esos espectros recalcitrantes los que pueblan las páginas de Telaraña; los mismos que, incluso mudando de forma y de discurso, continúan brotando intactos de la pluma de Molina, como si aun ese carácter mutable de la escritura no pudiera librarlo —y a sus lectores con él— del carácter aciago de sus temas y sus tramas. Como si, lejos de aquel “efecto terapéutico” buscado para conjurar las potencias oscuras de la propia imaginación, el ejercicio tuviera, precisa y paradójicamente, el nocivo efecto contrario. Porque lo que hay en Telaraña, conformando la viscosa materia verbal de la red que envuelve a sus lectores para deglutirlos como una flor carnívora formada de palabras, no es otra cosa que aquellas —llamémosles— manías que ya inquietaban al autor hace más de una década y que hoy regresan, igual que los oscuros personajes que los pueblan, con la forma de nueve perturbadores relatos: Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña, y su secta de hashishini; la Coatlicue y Tonantzin Guadalupe redivivas; vampiros coleccionistas de máscaras sagradas y joyas arqueológicas; inquietantes emisarios de un futuro atroz; un escritor vencido que, sin quererlo, se topa con el inesperado éxito de un otro que es él mismo.
A la manera de las ceremonias gnósticas relatadas por Molina en alguno de sus cuentos, Telaraña es un libro habitado por el delirio y la desmesura, pero es precisamente eso lo que les confiere a estos cuentos su aura particular, una que me atrevería a definir como latentemente ominosa. ¿A qué me refiero?
En un célebre ensayo titulado, precisamente, “Lo ominoso” (“Lo siniestro”, según algunas traducciones), el afamado doctor Freud —tomando como punto de partida la definición que del concepto hizo Jentsch a partir de sus estudios sobre ciertas obras literarias, y que se resume en la idea de lo ominoso como aquello que debiendo permanecer oculto sale a la luz— se da a la tarea de elaborar, a la vez que una interpretación psicoanalítica de estos, una relación de algunos de los hechos perturbadores que solemos tipificar como siniestros, aciagos, terroríficos, angustiantes y que, ¿coincidentemente?, componen los cuentos de Molina: la presencia de dobles (los doppelgänger que aparecen en más de una de esas ficciones); “la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio”; el retorno no deliberado a un lugar o a una situación determinada; la repetición no voluntaria y la compulsión interior de esa misma repetición; lo familiar que deviene repentinamente ajeno, desconocido; la disolución de los límites entre fantasía y realidad, “cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado.” Ahora bien, nos advierte el célebre médico austriaco, “lo ominoso de la ficción —de la fantasía, de la creación literaria— merece […] ser considerado aparte [puesto que] el reino de la fantasía tiene por premisa de validez que su contenido se sustraiga del examen de la realidad [pues] muchas cosas que si ocurrieran en la vida serían ominosas no lo son en la creación literaria, y en ésta existen muchas posibilidades de alcanzar efectos ominosos que están ausentes en la vida real.”
Lo que Freud elabora es nada menos que un esbozo de una teoría de la verosimilitud narrativa a la que se aviene Mauricio Molina. Plagadas de alienados, de neuróticos, de borderliners, las páginas pergeñadas por Molina no constituyen, por esto mismo, un manual de psicoanálisis ni un catálogo de patologías mentales sino una obra que, regida por las leyes de la ficción, nos invita, o mejor, nos empuja, a mirar el lado oscuro de las cosas. Lo saben quienes se entregan cotidianamente a las solitarias tareas del oficio: se escribe, también, para ser otros. Si la escritura nos permite la multiplicación de nuestras personalidades, desde la estrategia extrema y francamente neurótica del numeroso Fernando Pessoa, el apocado individuo en el que confluyó una asamblea de voces disímiles y a cual más extraordinaria, hasta la táctica aparentemente más modesta del viejo Borges, el tímido profesor de literatura ciego tras del cual nunca pudo ocultarse ese otro monstruo al que le pasaban las cosas, en esta Telaraña de historias inquietantes Mauricio Molina nos muestra esa otra posibilidad, la de ser él mismo de múltiples maneras, su santo y su demonio al mismo tiempo.
“Un autor se reconoce por sus obsesiones”, afirma la primera frase con que se nos presenta este nuevo libro de Mauricio Molina. Sin embargo, habría que potenciar la cláusula para describir la escritura toda de un autor que, en realidad, es él mismo sus obsesiones. Hace poco más de diez años, en el prólogo a La memoria del vacío, un brillante volumen de ensayos literarios, el propio Molina lo advertía de esta manera:
Siempre pensé que al escribir mis obsesiones éstas desaparecerían como por arte de magia, que la creación tenía una suerte de efecto terapéutico, pero ahora sé que no hay liberación posible: la escritura queda como una cicatriz mal cerrada que siempre corre el riesgo de abrirse nuevamente para dejar salir de nuevo a sus fantasmas.
Son precisamente esos espectros recalcitrantes los que pueblan las páginas de Telaraña; los mismos que, incluso mudando de forma y de discurso, continúan brotando intactos de la pluma de Molina, como si aun ese carácter mutable de la escritura no pudiera librarlo —y a sus lectores con él— del carácter aciago de sus temas y sus tramas. Como si, lejos de aquel “efecto terapéutico” buscado para conjurar las potencias oscuras de la propia imaginación, el ejercicio tuviera, precisa y paradójicamente, el nocivo efecto contrario. Porque lo que hay en Telaraña, conformando la viscosa materia verbal de la red que envuelve a sus lectores para deglutirlos como una flor carnívora formada de palabras, no es otra cosa que aquellas —llamémosles— manías que ya inquietaban al autor hace más de una década y que hoy regresan, igual que los oscuros personajes que los pueblan, con la forma de nueve perturbadores relatos: Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña, y su secta de hashishini; la Coatlicue y Tonantzin Guadalupe redivivas; vampiros coleccionistas de máscaras sagradas y joyas arqueológicas; inquietantes emisarios de un futuro atroz; un escritor vencido que, sin quererlo, se topa con el inesperado éxito de un otro que es él mismo.
A la manera de las ceremonias gnósticas relatadas por Molina en alguno de sus cuentos, Telaraña es un libro habitado por el delirio y la desmesura, pero es precisamente eso lo que les confiere a estos cuentos su aura particular, una que me atrevería a definir como latentemente ominosa. ¿A qué me refiero?
En un célebre ensayo titulado, precisamente, “Lo ominoso” (“Lo siniestro”, según algunas traducciones), el afamado doctor Freud —tomando como punto de partida la definición que del concepto hizo Jentsch a partir de sus estudios sobre ciertas obras literarias, y que se resume en la idea de lo ominoso como aquello que debiendo permanecer oculto sale a la luz— se da a la tarea de elaborar, a la vez que una interpretación psicoanalítica de estos, una relación de algunos de los hechos perturbadores que solemos tipificar como siniestros, aciagos, terroríficos, angustiantes y que, ¿coincidentemente?, componen los cuentos de Molina: la presencia de dobles (los doppelgänger que aparecen en más de una de esas ficciones); “la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio”; el retorno no deliberado a un lugar o a una situación determinada; la repetición no voluntaria y la compulsión interior de esa misma repetición; lo familiar que deviene repentinamente ajeno, desconocido; la disolución de los límites entre fantasía y realidad, “cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado.” Ahora bien, nos advierte el célebre médico austriaco, “lo ominoso de la ficción —de la fantasía, de la creación literaria— merece […] ser considerado aparte [puesto que] el reino de la fantasía tiene por premisa de validez que su contenido se sustraiga del examen de la realidad [pues] muchas cosas que si ocurrieran en la vida serían ominosas no lo son en la creación literaria, y en ésta existen muchas posibilidades de alcanzar efectos ominosos que están ausentes en la vida real.”
Lo que Freud elabora es nada menos que un esbozo de una teoría de la verosimilitud narrativa a la que se aviene Mauricio Molina. Plagadas de alienados, de neuróticos, de borderliners, las páginas pergeñadas por Molina no constituyen, por esto mismo, un manual de psicoanálisis ni un catálogo de patologías mentales sino una obra que, regida por las leyes de la ficción, nos invita, o mejor, nos empuja, a mirar el lado oscuro de las cosas. Lo saben quienes se entregan cotidianamente a las solitarias tareas del oficio: se escribe, también, para ser otros. Si la escritura nos permite la multiplicación de nuestras personalidades, desde la estrategia extrema y francamente neurótica del numeroso Fernando Pessoa, el apocado individuo en el que confluyó una asamblea de voces disímiles y a cual más extraordinaria, hasta la táctica aparentemente más modesta del viejo Borges, el tímido profesor de literatura ciego tras del cual nunca pudo ocultarse ese otro monstruo al que le pasaban las cosas, en esta Telaraña de historias inquietantes Mauricio Molina nos muestra esa otra posibilidad, la de ser él mismo de múltiples maneras, su santo y su demonio al mismo tiempo.
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