Un pájaro de cuenta
Rafael Toriz, Metaficciones, UNAM/Dirección de Literatura (Ediciones de Punto de partida, núm. 5), México, 2008.
¿Qué de raro tendría afirmar que Metaficciones, segundo título publicado por el escritor xalapeño Rafael Toriz, es un libro raro, en una época en que la rareza representa, per se, ya no sólo un género literario sino, como casi todo, una mercancía editorial? Desde que, en su conocido opúsculo de finales del siglo XIX, Rubén Darío clasificó y fijó a algunos de sus fetiches literarios bajo la entonces aún extraña denominación de Los raros, la excentricidad, la marginalidad, la oposición a las convenciones artísticas, el nado a contracorriente de aquello que se consideraba canónico, encontraron no sólo una nomenclatura que englobaba a todas las huidizas criaturas pertenecientes a las subespecies literarias en un solo género, sino algo más, una taxonomía tan apropiada que era capaz de conferirles prestigio sin escamotearles ninguna de las curiosas virtudes que los hacen “diferentes” del resto. Así, al paso de las décadas, la denominación logró lo que Darío acaso no pretendía: fijarse como un canon dentro del canon, a tal grado que, autores que hace 50 o 60 años eran leídos con curiosidad entomológica (esto es, como bichos raros) hoy resultan tótemes indiscutibles de nuestras historias literarias. Como nos recuerda el crítico ecuatoriano Wilfrido H. Corral en su “¿Teoría de los raros?” (Paréntesis, núm. 8, marzo de 2001), raros fueron, en su momento, Julio Cortázar y el mismísimo Borges. Igual que Ramón Gómez de la Serna, en España, Boris Vian en Francia y, en México, Juan José Arreola.
Hoy en día el tema no es sólo pasto de suplementos literarios, tesis y encuentros académicos que se esmeran en poner al día la definición y su nómina —¿Qué es ser raro? ¿Quién lo es y por qué?— sino de sellos editoriales que han hecho de lo literariamente anómalo una apuesta fuerte, cuando no su carta de presentación. Se escribe un libro diferente, estimulante, ajeno a la uniformidad convencional de la época (el soporífero novelón histórico, la tediosa hagiografía del prócer nacional, la historietita fantástica o de horror, la enésima novela de Nuestra Sagrada Vaca), una obra inasequible y exigente, digo, y se le cuelga alguna leyenda lo suficientemente misteriosa como para picar nuestra curiosidad: “El último de los raros” o “El Borges de los Balcanes” o “Un clásico inclasificable” y ya está, ha nacido una nueva Bestia. En los últimos años y por diversas razones, algunas veces extra literarias, han abundado estas criaturas. Lo mismo lo han sido Sandor Marai que Amélie Nothomb, Quim Monzó que Milorad Pavić, Francisco Hinojosa que Mario Santiago Papasquiaro (quien ya merecería serlo nomás por lo estrafalario del nombre). Pero ojo: No todo lo que brilla es raro. Se ha hecho tal uso del membrete que, en nuestros días, etiquetar a un autor y su obra como bizarros (me refiero al galicismo) ya resulta no sólo poco atractivo sino algo aburrido y hasta riesgoso: raras serían, por malogradas, varias de las últimas novelas de Carlos Fuentes.
Así las cosas, antes que calificar al joven Toriz —y, con él, a sus Metaficciones— como otra rara avis de las novísimas letras nacionales, preferiría decir que se trata de un pájaro de cuenta. Como sabemos, la fórmula define a un truhan, a un mañoso, a “un tipo de cuidado”. “Hombre a quien por sus condiciones hay que tratar con cautela”, nos advierte la Academia. Y no se equivoca: Rafael Toriz, lo demuestra cada una de sus páginas, es un provocador y un incendiario. De él, guardo con afecto una dedicatoria de su libro anterior, Animalia (Universidad de Guanajuato, 2007), un extraordinario catálogo de mascotas y bestezuelas que, al tiempo que revisa y pone al día la añeja tradición de los bestiarios, se pitorrea y le saca la lengua. Reza aquella oferta: “Estas bestias metafísicas son para el queridísimo Cabrera; con la esperanza de que lo piquen y lo muerdan…”. Pues bien, he aquí el talante verdadero de sus textos, su paradójica misión última y primigenia, la única: picar y morder a sus lectores para abrirles una herida en las mientes e infectarla de pura inteligencia, para invitarlos o, mejor, obligarlos, como ese pájaro de cuenta que fuerza a sus víctimas a vaciar sus bolsillos, a usar algo más que la imaginación: la razón. Y su método es, precisamente, el del asalto a mano armada:
De entrada, desde el epígrafe que abre Metaficciones, Toriz desarma al lector por medio de uno de los recursos favoritos de la modernidad: la ironía. “Espada del Augurio, quiero ver más allá de lo evidente”. La frase es de oropel: suficientemente profunda y formal como para sospecharle un prestigio trascendental y milenario, el aura mística oculta su origen verdadero: una serie de dibujos animados. Uno sabe entonces que, flanqueado este pórtico, habrá de andarse con tiento, no sólo para ver, como quiere la consigna, más allá de las apariencias sino, sobre todo, para ver lo que hay que ver. En ese sentido, habría que mencionar “El concepto de reflejo”, donde, al invertir la disposición tipográfica del texto y obligarnos a leer ya sea de derecha a izquierda ya disponiendo el libro abierto frente a un espejo, nos fuerza, también, a buscar el lado evidente de las cosas: “la presumible realidad no sería otra cosa que una eventualidad bizarra —posiblemente oscura— que no permitiría conocer lo verdadero”, conjetura el autor a partir de su lectura de Platón.
En Metaficciones, Rafael Toriz se sirve de sus mejores herramientas, de las que tiene más a mano: el lenguaje y la razón, para construir nueve creaturas híbridas, amable o simpáticamente monstruosas pero que, como aquel enloquecido Demonio de Tasmania —para seguir hablando de caricaturas—, en cualquier momento nos dan la tarascada.
“Como si fuera”, la extraña pieza que abre este libro, es una prueba fehaciente de lo anterior. A caballo entre el cuento y el ensayo, pringada de un humor corrosivo por lacerante, se adivina como una declaración de principios y una carta de fe de su personaje, un oscuro y treintañero corrector de pruebas con pretensiones literarias, extrañamente parecido a su autor, el mordaz y descreído escritor que encuentra en su simpático pesimismo la aspirina ideal para sus jaquecas de excesiva realidad. El texto, que podría denominarse como ensalato —una ensalada fría de hojas de ensayo y lonchas de relato— transita entre el tono confesional del diario íntimo y el hilarante monólogo de stand comedy, como si Jerry Seinfeld y Emil Cioran se fundieran en Samuel Covarrubias, el improbable narrador que pergeña las siguientes frases: “A estas alturas tengo claro que más que hacer literatura escribo para ahorrarme el dinero que podría gastar en alguna incómoda terapia.” “Pero aun para esto hay que ser puntual y yo nací muy tarde para ser escritor y madrugué demasiado para trabajar como embajador interplanetario. Es duro pero verdadero: temporal e intelectualmente soy un pigmeo literario.” “Toda mi literatura es la proyección de una esperanza.” O esta genial parodia de la frase de culto borgesiana: “Que unos se jacten de los libros que han escrito, que otros lo hagan de los que han leído, algunos más que presuman de los que han regalado o incluso de los que poseen: a mí me vale madres.”
Ya se ve: el autor es un hombre de su tiempo, esto es, un desencantado con excelente humor. Crecido en la edad del derrumbe de los absolutos, curtido en la eternidad de las crisis transitorias, el descreído Toriz accede a la fantasía sólo para ofrecernos un mundo en el que ésta ha dejado de ser posible, un mundo corporativo en el que ya no caben no sólo los héroes de carne y hueso sino tampoco los superhéroes. Metáfora premonitoria de la época, en “La noche de la rata(tm)”, un ex hombre murciélago privado de sus alas deviene desempleado roedor que deambula por las calles privatizadas de una ciudad gótica por aterradora.
Si bien estos referentes delatan la pertenencia del autor a una generación marcada por la televisión y los dibujos animados —en la que yo, a pesar de ser apenas diez años mayor que él, también me incluyo—, Toriz no logra camuflar detrás de ellos, ni de la imagen del gamberro encantador que ya se le conoce en el medio literario, su sabiduría libresca, su prurito lector que me hace sospechar que esa pequeña joya —acaso mi favorita de entre todas las que habitan estas páginas— titulada “El bibliófago” no es otra cosa que un relato autobiográfico y que Rafael, como su personaje, “cansado de los muchos libros y de la sensación de vértigo que experimenta[…] en librerías ingentes o infinitas bibliotecas [y] ante la obvia imposibilidad de leerlos todos, […] decidió, a falta de no tener algo mejor que hacer con ellos, comérselos todos.”
En el español antiguo, el vocablo pájaro [páxaro] denominaba al individuo “astuto, sagaz y cauteloso” mientras que decir que algo era “de cuenta” equivalía a destacar su valor; dicho de una persona, nos explica la RAE, significa que esta es “de importancia. Un hombre de cuenta”. Estas Metaficciones confirman a sus lectores que Rafael Toriz es, en el panorama de la nueva narrativa mexicana, qué duda cabe, un pajarraco relevante, un ave de buen augurio, un pájaro de cuenta.
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Esta reseña anda circulando actualmente en el número 133 (julio-agosto) de la revista Crítica, de la ciudad de Puebla, que es chula, según dice una canción.
¿Qué de raro tendría afirmar que Metaficciones, segundo título publicado por el escritor xalapeño Rafael Toriz, es un libro raro, en una época en que la rareza representa, per se, ya no sólo un género literario sino, como casi todo, una mercancía editorial? Desde que, en su conocido opúsculo de finales del siglo XIX, Rubén Darío clasificó y fijó a algunos de sus fetiches literarios bajo la entonces aún extraña denominación de Los raros, la excentricidad, la marginalidad, la oposición a las convenciones artísticas, el nado a contracorriente de aquello que se consideraba canónico, encontraron no sólo una nomenclatura que englobaba a todas las huidizas criaturas pertenecientes a las subespecies literarias en un solo género, sino algo más, una taxonomía tan apropiada que era capaz de conferirles prestigio sin escamotearles ninguna de las curiosas virtudes que los hacen “diferentes” del resto. Así, al paso de las décadas, la denominación logró lo que Darío acaso no pretendía: fijarse como un canon dentro del canon, a tal grado que, autores que hace 50 o 60 años eran leídos con curiosidad entomológica (esto es, como bichos raros) hoy resultan tótemes indiscutibles de nuestras historias literarias. Como nos recuerda el crítico ecuatoriano Wilfrido H. Corral en su “¿Teoría de los raros?” (Paréntesis, núm. 8, marzo de 2001), raros fueron, en su momento, Julio Cortázar y el mismísimo Borges. Igual que Ramón Gómez de la Serna, en España, Boris Vian en Francia y, en México, Juan José Arreola.
Hoy en día el tema no es sólo pasto de suplementos literarios, tesis y encuentros académicos que se esmeran en poner al día la definición y su nómina —¿Qué es ser raro? ¿Quién lo es y por qué?— sino de sellos editoriales que han hecho de lo literariamente anómalo una apuesta fuerte, cuando no su carta de presentación. Se escribe un libro diferente, estimulante, ajeno a la uniformidad convencional de la época (el soporífero novelón histórico, la tediosa hagiografía del prócer nacional, la historietita fantástica o de horror, la enésima novela de Nuestra Sagrada Vaca), una obra inasequible y exigente, digo, y se le cuelga alguna leyenda lo suficientemente misteriosa como para picar nuestra curiosidad: “El último de los raros” o “El Borges de los Balcanes” o “Un clásico inclasificable” y ya está, ha nacido una nueva Bestia. En los últimos años y por diversas razones, algunas veces extra literarias, han abundado estas criaturas. Lo mismo lo han sido Sandor Marai que Amélie Nothomb, Quim Monzó que Milorad Pavić, Francisco Hinojosa que Mario Santiago Papasquiaro (quien ya merecería serlo nomás por lo estrafalario del nombre). Pero ojo: No todo lo que brilla es raro. Se ha hecho tal uso del membrete que, en nuestros días, etiquetar a un autor y su obra como bizarros (me refiero al galicismo) ya resulta no sólo poco atractivo sino algo aburrido y hasta riesgoso: raras serían, por malogradas, varias de las últimas novelas de Carlos Fuentes.
Así las cosas, antes que calificar al joven Toriz —y, con él, a sus Metaficciones— como otra rara avis de las novísimas letras nacionales, preferiría decir que se trata de un pájaro de cuenta. Como sabemos, la fórmula define a un truhan, a un mañoso, a “un tipo de cuidado”. “Hombre a quien por sus condiciones hay que tratar con cautela”, nos advierte la Academia. Y no se equivoca: Rafael Toriz, lo demuestra cada una de sus páginas, es un provocador y un incendiario. De él, guardo con afecto una dedicatoria de su libro anterior, Animalia (Universidad de Guanajuato, 2007), un extraordinario catálogo de mascotas y bestezuelas que, al tiempo que revisa y pone al día la añeja tradición de los bestiarios, se pitorrea y le saca la lengua. Reza aquella oferta: “Estas bestias metafísicas son para el queridísimo Cabrera; con la esperanza de que lo piquen y lo muerdan…”. Pues bien, he aquí el talante verdadero de sus textos, su paradójica misión última y primigenia, la única: picar y morder a sus lectores para abrirles una herida en las mientes e infectarla de pura inteligencia, para invitarlos o, mejor, obligarlos, como ese pájaro de cuenta que fuerza a sus víctimas a vaciar sus bolsillos, a usar algo más que la imaginación: la razón. Y su método es, precisamente, el del asalto a mano armada:
De entrada, desde el epígrafe que abre Metaficciones, Toriz desarma al lector por medio de uno de los recursos favoritos de la modernidad: la ironía. “Espada del Augurio, quiero ver más allá de lo evidente”. La frase es de oropel: suficientemente profunda y formal como para sospecharle un prestigio trascendental y milenario, el aura mística oculta su origen verdadero: una serie de dibujos animados. Uno sabe entonces que, flanqueado este pórtico, habrá de andarse con tiento, no sólo para ver, como quiere la consigna, más allá de las apariencias sino, sobre todo, para ver lo que hay que ver. En ese sentido, habría que mencionar “El concepto de reflejo”, donde, al invertir la disposición tipográfica del texto y obligarnos a leer ya sea de derecha a izquierda ya disponiendo el libro abierto frente a un espejo, nos fuerza, también, a buscar el lado evidente de las cosas: “la presumible realidad no sería otra cosa que una eventualidad bizarra —posiblemente oscura— que no permitiría conocer lo verdadero”, conjetura el autor a partir de su lectura de Platón.
En Metaficciones, Rafael Toriz se sirve de sus mejores herramientas, de las que tiene más a mano: el lenguaje y la razón, para construir nueve creaturas híbridas, amable o simpáticamente monstruosas pero que, como aquel enloquecido Demonio de Tasmania —para seguir hablando de caricaturas—, en cualquier momento nos dan la tarascada.
“Como si fuera”, la extraña pieza que abre este libro, es una prueba fehaciente de lo anterior. A caballo entre el cuento y el ensayo, pringada de un humor corrosivo por lacerante, se adivina como una declaración de principios y una carta de fe de su personaje, un oscuro y treintañero corrector de pruebas con pretensiones literarias, extrañamente parecido a su autor, el mordaz y descreído escritor que encuentra en su simpático pesimismo la aspirina ideal para sus jaquecas de excesiva realidad. El texto, que podría denominarse como ensalato —una ensalada fría de hojas de ensayo y lonchas de relato— transita entre el tono confesional del diario íntimo y el hilarante monólogo de stand comedy, como si Jerry Seinfeld y Emil Cioran se fundieran en Samuel Covarrubias, el improbable narrador que pergeña las siguientes frases: “A estas alturas tengo claro que más que hacer literatura escribo para ahorrarme el dinero que podría gastar en alguna incómoda terapia.” “Pero aun para esto hay que ser puntual y yo nací muy tarde para ser escritor y madrugué demasiado para trabajar como embajador interplanetario. Es duro pero verdadero: temporal e intelectualmente soy un pigmeo literario.” “Toda mi literatura es la proyección de una esperanza.” O esta genial parodia de la frase de culto borgesiana: “Que unos se jacten de los libros que han escrito, que otros lo hagan de los que han leído, algunos más que presuman de los que han regalado o incluso de los que poseen: a mí me vale madres.”
Ya se ve: el autor es un hombre de su tiempo, esto es, un desencantado con excelente humor. Crecido en la edad del derrumbe de los absolutos, curtido en la eternidad de las crisis transitorias, el descreído Toriz accede a la fantasía sólo para ofrecernos un mundo en el que ésta ha dejado de ser posible, un mundo corporativo en el que ya no caben no sólo los héroes de carne y hueso sino tampoco los superhéroes. Metáfora premonitoria de la época, en “La noche de la rata(tm)”, un ex hombre murciélago privado de sus alas deviene desempleado roedor que deambula por las calles privatizadas de una ciudad gótica por aterradora.
Si bien estos referentes delatan la pertenencia del autor a una generación marcada por la televisión y los dibujos animados —en la que yo, a pesar de ser apenas diez años mayor que él, también me incluyo—, Toriz no logra camuflar detrás de ellos, ni de la imagen del gamberro encantador que ya se le conoce en el medio literario, su sabiduría libresca, su prurito lector que me hace sospechar que esa pequeña joya —acaso mi favorita de entre todas las que habitan estas páginas— titulada “El bibliófago” no es otra cosa que un relato autobiográfico y que Rafael, como su personaje, “cansado de los muchos libros y de la sensación de vértigo que experimenta[…] en librerías ingentes o infinitas bibliotecas [y] ante la obvia imposibilidad de leerlos todos, […] decidió, a falta de no tener algo mejor que hacer con ellos, comérselos todos.”
En el español antiguo, el vocablo pájaro [páxaro] denominaba al individuo “astuto, sagaz y cauteloso” mientras que decir que algo era “de cuenta” equivalía a destacar su valor; dicho de una persona, nos explica la RAE, significa que esta es “de importancia. Un hombre de cuenta”. Estas Metaficciones confirman a sus lectores que Rafael Toriz es, en el panorama de la nueva narrativa mexicana, qué duda cabe, un pajarraco relevante, un ave de buen augurio, un pájaro de cuenta.
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Esta reseña anda circulando actualmente en el número 133 (julio-agosto) de la revista Crítica, de la ciudad de Puebla, que es chula, según dice una canción.
3 Comments:
Qué blog tan interesante, yo, en realidad, tengo poco de haber creado uno y no soy precisamente muy visitado, me gustaría que lo pudieras ver...
Qué tal, hace poco inauguré un blog que me gustaría mucho pudieras visitar, sin ninguna pretensión, sólo creo que te pudiera agradar y, quiza, me recomiendes en el tuyo...
Qué buena reseña!!!Dónde puedo conseguir tus libros???
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