Temple de alto octanaje
Francisco Martínez Negrete,
El temple, Ediciones sin nombre,
México, 2011.
El temple, Ediciones sin nombre,
México, 2011.
Hace algunos años, en un ensayo cuya materia central no alcanzo a recordar, Eduardo Uribe elucubraba sobre la naturaleza posible de las conversaciones entre Joyce y Beckett. Conjeturaba el poeta, en aquellos párrafos, que, tocadas por el espíritu de la amistad o de la mera camaradería, las charlas entre ambos escritores debían de haber transitado entre la trascendencia y la banalidad, dibujado su periplo de las elevadas cimas de la cultura universal a los barriobajeros sótanos de la vulgaridad de los pubs dublineses.
Como las hipotéticas charlas amistosas imaginadas por
Uribe, la poesía de Francisco Martínez Negrete conoce esos extremos complementarios
del discurso que se (con)funden en una masa verbal notoriamente vital, por
visceral, y notablemente honesta, por directa y descarnada, que contrasta, por
oposición, con la corrección de cierta poesía mexicana escrita por sus
contemporáneos. Es Martínez Negrete, en este sentido, un outsider de nuestras letras, un subterráneo a base de congruencia
(no importa si se comulga o no con ella) entre lo que vive, piensa y escribe. Esa
congruencia existencial y literaria queda ahora, una vez más, de manifiesto en
las páginas de El temple.
Como los anteriores poemarios del autor, El temple es también un libro extraño,
caprichoso, sin asideros visibles ni unidad formal o temática aparentes, como
no sea la que le confiere el yo poético que cohesiona y da coherencia al
conjunto de poemas, el sujeto común a cada uno de éstos: Paco Martínez Negrete.
El temple es, así, un libro múltiple,
o mejor: mutante. Cambia y recomienza de uno a otro poema, en cada verso se
desploma para ofrecernos, enseguida, el espectáculo de erigirse nuevamente,
merced a sus potencias lingüísticas y emocionales, hasta alcanzar la altura
vertiginosa de las revelaciones que duelen al enunciarse: “Apenas una línea
para decir amor/ el horizonte arde/ en la tarde azulenca en desbandada/ me deja
entre las ruinas humeantes de mi vida/ entre
pecho y espalda –corazón−/ ahí donde
sabíamos que nada quedaría/ que no fuese calcinado por la llama.”
Entre
muchos libros posibles, El temple es,
primero y sobre todo, un libro de amor, una celebración (anómala, paradójica)
en la que, como en algunos de los poemas más célebres del Siglo de Oro, el goce
es una antesala de la ruina, del olvido, del desconocimiento del ser amado: “Nada
hubo más/ que aquello que nos diéramos/ sin saber que nos dábamos/ a la
fruición del tiempo/ que todo lo devora/ desintegra/ olvida…”. Y del dolor que
heredan sus cicatrices: Y tanto amor para llegar a esto/ a este andén a esta
despedida/ para siempre jamás…/ Hoy que comenzamos a vernos como extraños.”
“Incómodo aguafiestas en la casa del amor”, muy pronto,
desde el primer poema del libro, Martínez Negrete pone de manifiesto una noción
que contradice cualquier idea sensiblera o francamente cursi: el amor guarda un
“tufillo a requesón barato”, es la moneda de caras repetidas de un volado en el
que alguien (todos) siempre pierde. Es eso, finalmente: una pérdida que vuelve
la dorada felicidad de ayer bisutería, fantasmagoría. En esa tónica del
discurso amoroso, el lenguaje es un paliativo al dolor, una tabla de salvación
contra la muerte y el olvido: “¡Y los malditos poemas para qué?”, se pregunta el
poeta antes de responder: “para arrancarle al tiempo la belleza/ y detenerla
trémula un instante”. Refutación del silencio, las palabras abren heridas
paradójicas que nos alivian de la ausencia. Al fijar en el tiempo el instante
trémulo de la plenitud, al arrojarse a su vacío colmado de lenguaje, la poesía,
sugiere el poeta, nos salva de la muerte: “…pensando seriamente/ en saltar/ al
vacío pero/ me gana la pasión por el poema/ y una/ vez/ más/ la poesía me salva
el pellejo. ”
En otro nivel, El
temple puede leerse como una oda urbana, un canto al no lugar y sus
esquinas, un catálogo de los marginales y oscuros que las pueblan. En este
sentido, dos poemas, me parece, conforman el centro vital de este libro: en
primer lugar “Freak Show”, delirante inventario de criaturas adictas a su
miseria existencial, terapia de choque de la escoria caída en el fragor de la
batalla contra la alienación individual y la excesiva carga de ser, celebración y denuesto de los
paraísos artificiales:
Tras de cortar cartucho insisto en que la droga está de pocamadre (−el jodido fui yo− recalco receloso calibrando el sentido de la frase) y me lanzo tendido en una perorata tornada apología ferviente del atasque (pienso en Coleridge Shelley Baudelaire y Rimbaud):
El ajo y sus
vislumbres mercuriales el opio y su dulzura trepidante la brutal claridad del
peyotazo la aguda percepción chamánica-jolística-ego-desinfladora del derrumbe serrano la buena calidad del churro azteca el amargo sopor del
nembutal el corazón sensual de la tachuela
las visiones infinitas del san pedro la telaraña astral de la ayahuasca el
patadón de mula –puro hirviente placer− de la tecata arponeada…
Luego viene el bajón de la prendida fiesta desciendo
al albañal: la huida de la novia y los amigos la oscura soledad del apestado el
descenso cabal al inframundo la música funérea que deja lo perdido las sombrías
presencias de ultratumba el delirio y su roedor aleteo de cristales la caída en
la horrenda bocaza del vacío la desintegración en la locura (derretido cerebro/corazón
chamuscado)…
En segundo lugar, destaco “Gasolinera”, poema mecánico-amoroso de altísimo octanaje en el que, como un redivivo y desenfadado Álvaro de Campos, el poeta contempla desde su ventana ya no el estanco de su incertidumbre ni “el carro de todo alejándose por el camino de nada”, sino el local combustible de donde nacen el orden y el caos de las ciudades y, en última instancia, el combustible purificado del amor: “y de noche fosforece como un faro/ y es promesa de santuario a los perdidos/ de kilometraje a las exhaustas gargantas/ de los carburadores que han andado/ muertos de sed la noche interminable/ expendio de vida y especie de hospital/ da neuma a las llantas deprimidas/ aceite al ponchis ponchis de pistones y engranes/ claridad a los cristales empañados/ de los autos que llegan enfermos de amor/ -como yo a tus brazos-". Hace unos meses, en un artículo sobre el incómodo Louis Ferdinand Celine, J.M. Servín rescató estas líneas que el mismísimo León Trotsky escribiera a propósito de Viaje al final de la noche: “a través de este estilo rápido, que pudiera parecer descuidado e incorrecto, apasionado, vive, brota y palpita la verdadera riqueza de la cultura francesa (…) Este artista sacude de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa”. Podríamos decir algo similar de Paco Martínez Negrete, quien al renunciar a la exactitud semántica, a manierismos vacuos y efectistas, a la corrección del discurso políticamente hipócrita, confiere a su poesía una fuerza inusitada en nuestro, muchas veces, pacato panorama poético. Manual de sobrevivencia física y anímica o mapa que al desplegarse señala las cumbres y las simas profundas del alma, El temple es, ante todo una muestra contundente de vigor verbal y pasión por la poesía.
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Este texto aparece publicado en el número 145 de Crítica, la revista de la BUAP. "Qué chula es Puebla".
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