jueves, mayo 26, 2011

Amores difíciles, pasiones desastrosas


Qué suerte la mía encontrarte esperándome.
El mundo se desintegra y nosotros enamo­rados
.
Líneas de Ilsa Lund (Ingrid Bergman) en Casablanca

Desde sus primeros versos, la Eloísa de Sil­via Eugenia Castillero se instaura en un tiempo suspendido que “se alarga” co­mo una gota de agua hasta formar una maleable estalactita verbal... He aquí la materia de su discurso: el tiempo sin tiempo, sin principio visible ni fin pro­ba­ble, del amor ideal(izado): “Eloísa es­pe­ra. / Un silencio de quilla de barco / al romper las aguas atraviesa cada / trazo del tiempo, / allí sus­pendida una gota se alarga / se alarga, / la espera incon­clusa / colgando / de cual­quier veta. / Puede ser una rama / rodeada de va­cío, / queriendo volcarse en algo, / caer por fin, romperse.” (Las cursivas son de SEC). A partir de un puñado de palabras llave (tiempo, espera, silencio, vacío), Cas­tillero construye un ámbito cre­puscular doblemente signado por la ausencia y la espera. Una espera erigida en el apo­ca­lip­sis íntimo que supone la partida del ama­do (Abelardo tácito, elidido, fantasmal) bajo “un cielo incendiado / —leja­nísimo y su­perficial— / un espectro provisional de lu­ces” que evoca la plasticidad ominosa de los paisajes de Edvard Munch en los que, como en uno de los versos de Silvia Eu­genia, “el mundo se caía”. Es inte­resante confrontar las imágenes desola­doras de es­ta Eloísa contemporánea con una anotación del Diario del artista no­ruego fechada en 1892 para constatar de qué misteriosas maneras los lengua­jes y sus símbolos se corresponden: “Pa­seaba por un sendero (…) —el sol se pu­so— de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apo­yé en una va­lla muerto de cansancio —san­gre y len­guas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— (…) yo me quedé quieto, temblando de an­sie­dad, sentí un grito infinito que atra­vesaba la naturaleza”. “Allí me ahogue, / en ese azul desbordado / que tú volvis­te fin del mundo”, prosigue Eloísa en perfecta con­sonancia con el apunte del artista.
XXXXMás allá de la fijación del locus poético en un oscuro y lejano referente pictórico (la Oslo de Munch, con su in­candescen­te cielo de fondo), el escenario evidente de la dilatada espera de la aman­te es la ciudad de su cé­lebre pasión, un París plu­riforme y multitemporal, paisa­je interior antes que real, en el que confluyen las voces que habitan estas páginas (diferenciadas por distintas familias tipo­gráficas): la de la poeta cuyas palabras insuflan vi­da a su heroína trágica; la de la propia Eloísa-Penélope que te­je el su­dario verbal de su paciente espera he­cha de “ins­tante[s] partido[s] en muchos tiempos”; otra más, Eloísa futura o visio­na­ria, que apostilla el discurso de su ge­mela histó­rica desde la reconocible urbe contemporánea en que el descenso de la To­rre Eiffel es “una trampa del futuro” y los semáforos, los jardines, los buleva­res, los ca­nales y las plazoletas se vuelven símbolos aciagos de un naufragio latente, del amor amenazado que es, en realidad, todo amor.
XXXXParafraseando la célebre sentencia de Tolstói, podría afirmarse que si to­das las parejas felices lo son cada cual a su mane­ra, los amores desdichados pa­recen todos cortados con la misma ti­je­ra. De una in­tuición similar parte el poe­ta Eduardo Chi­rinos al afirmar en la cuar­ta de forros del volumen que: “Admitir que el París contemporáneo es un pa­limp­sesto del París medieval es admi­tir que cualquier historia de amor que ocurra en esta ciudad es un palimpses­to de la que sufrieron Abelar­do y Elo­ísa”. En es­te sentido, la historia de los trágicos amo­ríos de los amantes filóso­fos es, de algún modo, modelo y emblema de todos los amores malogrados. Conoci­da o no la his­toria de Pedro Abelardo y su pupila Eloí­sa, su impronta subsiste en los cimientos de la ciudad emblema, res­plan­dece en sus tabiques: “De la piedra, Eloí­sa, / vuelves incandescente, de cada piedra / eres extraída en un cúmulo de años (…) / Pero la piedra te arrebata, / sólo mis sensaciones te reconocen, rue­das / en­tre los bloques extraídos del suelo, can­tos / agudos y esculpidos te arrastran del de­talle / hacia el tiempo tumultuario y amorfo.”
XXXXMás aún: esa huella de los amantes y de la ciudad que los contiene pervive tam­bién, además, en la tradición romántica de los amores difíciles y las pasio­nes desas­tradas, en la morosa relación histórica de sus relatos, de Rojo y negro a El diablo en el cuerpo.
XXXXEn la confluencia en que pasado, pre­sen­te y futuro se superponen y se confunden hasta formar un único espacio atemporal y abigarrado, una Ciudad Luz crepuscular iluminada por la espera y el deseo, Silvia Eugenia Castillero alza un monumento a los amores sin ventura, a todos los amantes a quienes, como a Abe­lardo y Eloísa, como a Oliveira y La Ma­ga, como a Ilsa y Rick, siempre les que­dará París.

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Estos párrafos conjeturales salen publicados en las páginas del número 143 de Crítica, la poblana, donde también publican Nadia Villafuerte, Luis Vicente de Aguinaga, Jorge Esquinca, José Homero, Ernesto Lumbreras, Víctor Ortiz Partida, Ángel Ortuño, Fernando de León y Luis Alberto Arellano: ¡Puro cuaderno!