A las puertas del templo

Aún recuerdo la primera vez:
la tarde de un domingo
de un año ya olvidado.
Mi padre me arrastraba de la mano
en medio de un río de lepra negra:
gentes de toda grey,
si bien de estofa sospechosa
(enanos, ladrones, mercenarios),
seguían nuestro camino.
Llegar hasta la arena
llevónos varias lunas,
−la ciudad era otra,
otras sus lindes,
y sobra confesar
que no teníamos nave.
Recuerdo menos bien a los beduinos
mercando su vendimia
por lo ancho de la calle:
el chilloso colorido de las máscaras,
los retablos de El Santo
(de plata enmascarado),
las plásticas efigies de los héroes:
El Ingenioso Ulises
y El Rayo de Jalisco,
Diomedes (el hijo de Tideo)
y El Espectro.
La turba se apiñaba amenazante
a la entrada del templo
en espera del milagro de las carnes
renacidas domingo tras domingo.
Fue entonces cuando vi a los granaderos
−en franco alejandrino formados centuriones−
avanzar y disolver la estampida a macanazos,
y recuerdo
−muy bien que lo recuerdo−
a mi padre doblado tras el golpe
−su máscara de rudo,
trofeo de Juan Soldado−,
procurando mi mano
en espera del relevo.
Mi padre
que, ya he dicho,
fustigaba mis pasos temerosos,
hubiera preferido para mí
otro deporte:
el box, el futbol o las mujeres,
pero nunca la rudeza innecesaria
del mundo aquel domingo
a las puertas de la arena.
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