martes, marzo 21, 2006

Asuntos laborales (V y última)


La oración del marino polaco
Qué bonito es no hacer nada,
y después de no hacer nada,
descansar.
Alejandro Lora

¿Cuál es el trabajo ideal? Aquel que no se tiene. No causa mal humor ni dolores de cabeza; no nos obliga a ir ocho o más horas diarias de lunes a viernes ni mucho menos sábados y domingos; no toma en cuenta retardos ni inasistencias; no nos pone a merced de patrones explotadores, jefes lerdos o compañeros despreciables; no dificulta nuestra renuncia; no nos decepciona. Tampoco da paga.
Uno podría pensar que el de bombero es un buen trabajo --sólo por dar un ejemplo de una aspiración infantil más o menos común. Si uno nunca lo ha sido es posible que piense que apagar fuego sea la actividad más edificante para el espíritu, que templa el carácter y da infinitas satisfacciones. Un bombero --un bombero mexicano, pues-- no ha de pensar lo mismo, y no tanto por la inconforme “condición humana”, sino por sus deplorables condiciones laborales y el sueldo paupérrimo que recibe a cambio de tantas tensiones. Pero no importa, quien no sea bombero puede imaginarse que ese es el mejor empleo simple y llanamente porque no es el suyo.
Yo puedo decir que hasta ahora el trabajo más satisfactorio que he tenido ha sido el de librero; no el que me dio mejor paga ni el más relajado (había que ir seis días a la semana, incluidos sábados y domingos con todo y “cruda” y desvelos), pero sí al que acudía con más gusto, en el que cumplía con mis tareas sin rezongar entre dientes, donde fui más feliz. Los breves meses de alegría que estuve a cargo de las secciones de poesía y esoterismo (magia y versos, ¡vaya coincidencia!) la vida habría de cobrármelos con larguísimos días de desconsuelo en una oficina.
Hoy recuerdo ya con nostalgia aquella primera incursión en las arenas movedizas del campo laboral, en esa librería a la que iba con cierta frecuencia a ver los tomos carísimos que no podía tener. Cierta tarde, junto a la caja, vi un aviso: Se solicita personal. Al día siguiente, temprano, un robusto hombre me ametrallaba con preguntas tan profundas cómo: “¿Vives cerca de aquí? ¿Por qué quieres trabajar en este negocio? ¿Cuánto te gustaría ganar? Si un hombre grita en el vacío, ¿quién lo escucha?” Después de entrevistarme, y mientras me hacía esperar en la antesala, el mismo hombre hizo preguntas parecidas a un amigo que me acompañaba por pura solidaridad. Al final del cuestionario los vi salir a ambos, el señor robusto con una sonrisa de oreja a oreja y mi amigo con un rostro más bien compungido.
--Felicidades, jóvenes --dijo mientras nos daba un apretón de manos--, tienen el empleo. Preséntense desde mañana a las nueve.
El sentimiento que nos invadió después de escuchar estas palabras se parecía más a la congoja que a la alegría. Habíamos ingresado con el pie derecho a las filas de la clase trabajadora, sin hacer ningún esfuerzo mayúsculo ni acabarnos las suelas de los zapatos recorriendo la ciudad con la página de los anuncios clasificados en la mano. Éramos ya, en pleno tránsito de la adolescencia a esa edad incierta que llaman juventud, parte de la población económicamente activa del país. Habíamos entrado a la dimensión desconocida, a la tierra de las obligaciones, al reino de la responsabilidad. ¡Estábamos perdidos! Dedicamos el resto del día a planear una fuga, a buscar seudónimos y ensayar peinados que ocultaran nuestra verdadera personalidad, pero en cualquier lugar al que huyéramos, con cualquier rostro, el largo brazo del trabajo nos encontraría tarde o temprano. Así que decidimos enfrentarlo con resignación. Este exagerado gesto de cobardía ilustra una conocida vox populi mexicana, basada a su vez en un tipo de compatriota: el que busca trabajo rogando a Dios no encontrarlo.
Yo no puedo evitarlo: siempre que consigo un nuevo empleo me invade el mismo sentimiento de desazón, la angustia se apodera de mí y me arrepiento sinceramente ("nunca debí haber aceptado", me digo). Digno heredero del atavismo adánico, cada noche, de vuelta a casa, maldigo la necesidad de ganarme el pan (y el vino y las vituallas) con el sudor de mis neuronas. Y cada mañana, cuando el recuerdo de mis obligaciones ingratas me abre los ojos, desde mi cama elevo como una plegaria protectora las sabias palabras de Joseph Conrad:

No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo.