Asuntos laborales (III)
El contrato de las musas
Curiosidad estadística: ¿Qué porcentaje de la humanidad vivirá si no satisfecha por lo menos medianamente conforme con su empleo? Lo ignoro. Hasta dónde sé, en México los censos de población aún no toman en cuenta una pregunta de esta índole: ¿Es Ud. feliz con su trabajo?, que sería de gran utilidad para medir los índices de infelicidad, amargura o inconformismo de los habitantes.
Yo no conozco mucha gente que sea ni medianamente dichosa con su modus vivendi. Quien no cree que su trabajo no sirve para nada piensa que ha tirado a la basura los mejores años de su vida o de plano vive resignado, pues considera que ya acabó de desperdiciarlos y que sólo le queda sentarse a esperar que el resto de su existencia termine de pasar lo más pronto posible. En este sentido, para la mayor parte de nosotros el trabajo conserva aún la carga negativa del estigma bíblico. Castigo, oprobio, afrenta, humillación, son todos sinónimos de esa necesidad aborrecible. Hay que reconocerlo: muy poca gente asiste con ánimo o con una pizca de optimismo a cumplir sus obligaciones laborales; el que no lo hace maldiciendo entre dientes es porque ya ni siquiera es capaz de pensar en el trabajo, completamente desmadejado por la lobotomía de la vida cotidiana.
Incluso quienes se presentan ante los ojos de los simples mortales como la crema y nata de la molicie, tocados por quién sabe qué divinidad que les permite disfrutar de la vida sin cumplir con rígidos horarios ni tareas abominables ni ridículas, incluso ellos han despotricado contra la ignominia del trabajo. Así, en lo que debió de haber sido la noche de un día bastante arduo ("A hard day’s night") Lennon y McCartney se lamentaban de haber trabajado "como un perro", y en "Seaside Rendezvous" el pobre Freddie Mercury describía cómo sus instantes más lúcidos se le iban en trabajar ("the work devoured my waking hours", refiere la composición incluida en el famoso album A Night at The Opera). En una canción titulada precisamente "Work", Bob Marley se duele de que todos y cada uno de sus días se le vayan sólo en trabajar con el único fin de... ¡volver a trabajar al día siguiente! ("Five days to go working for the next day / Four days to go working for the next day / Three days to go working for the next day / [...] / Every day is work, work, work, work"). "I’m getting put down/ I’m getting pushed round/ I’m being beaten every day" (lo que equivale a ser sobajado, pisoteado y puesto de rodillas todos los días) cantaba The Who en una composición de 1973 con un título ad hoc: "Los trabajos sucios"; para completar la estrofa con un aire más o menos optimista Pete Townshend escribió: "my life’s fading/ but things are changing/ I’m not going to sit and weep again". Aspiración final de todo empleado, "chaqueta mental" del asalariado, escapismo imaginario de quien ve consumir sus horas en el tedio o el franco mal humor, en estas líneas Townshend reivindica la más alta ilusión de la población económicamente activa: la creencia de que las cosas mejorarán algún día.
El rock mexicano, cuya lírica no se distingue precisamente por su genialidad, guarda sin embargo algunas perlas atribuibles si no a Cicerón sí a un Alejandro Lora de mejores días: "Qué tan feo será el trabajo que hasta pagan por hacerlo", clamó alguna vez el vetusto líder de El Tri. ¡Cuánta verdad! El trabajo cotidiano, ese cuya eficacia se mide en una tarjeta de checador ("time is money") es tan horrible que uno no podría imaginarse siquiera hacerlo sin recibir un pago a cambio. El hombre que cultiva su huerto los fines de semana, el que aprovecha un sábado para hacer una mesita de madera, la mujer que pasea con sus hijos todo el domingo desde muy temprano, ¿acaso esperan que alguien les retribuya una suma pecuniaria por estas acciones? El carpintero, el pintor, los que escribieron las canciones que aparecen líneas arriba, tal vez realizan su trabajo con la emoción oculta de ver al final de la jornada algo tangible, útil, estéticamente bello, sonora o culinariamente aceptable surgido de sus manos y/o su imaginación, y esto quizás dé más valor al dinero que ganan. La misión de un escritor es escribir, y quien escribe lo hace obedeciendo a un impulso natural, incontrolable e irreprimible, y no espera --al menos en un principio-- que nadie le pague por sus palabras, su paga primera es la satisfacción que le da su trabajo terminado, concreto sobre una hoja de papel.
Pero quien gasta sus días en una oficina --y todavía conserva por lo menos un flaco remanente de inconformidad para pensar en estas cosas-- pocas veces sabe para qué o a quién sirve su trabajo, a dónde va a parar. "Para hacer avanzar al país" se le puede decir, "para ayudar a los pobres" o "para salvaguardar la solidez de las instituciones". Si esto es cierto, las últimas décadas nos han demostrado que el trabajo de millones de mexicanos solamente ha hecho avanzar al país a un despeñadero, que ha ayudado a que los pobres sean más pobres, y que las instituciones son tan inclementes y autoritarias que se salvaguardan solas.
Yo no conozco mucha gente que sea ni medianamente dichosa con su modus vivendi. Quien no cree que su trabajo no sirve para nada piensa que ha tirado a la basura los mejores años de su vida o de plano vive resignado, pues considera que ya acabó de desperdiciarlos y que sólo le queda sentarse a esperar que el resto de su existencia termine de pasar lo más pronto posible. En este sentido, para la mayor parte de nosotros el trabajo conserva aún la carga negativa del estigma bíblico. Castigo, oprobio, afrenta, humillación, son todos sinónimos de esa necesidad aborrecible. Hay que reconocerlo: muy poca gente asiste con ánimo o con una pizca de optimismo a cumplir sus obligaciones laborales; el que no lo hace maldiciendo entre dientes es porque ya ni siquiera es capaz de pensar en el trabajo, completamente desmadejado por la lobotomía de la vida cotidiana.
Incluso quienes se presentan ante los ojos de los simples mortales como la crema y nata de la molicie, tocados por quién sabe qué divinidad que les permite disfrutar de la vida sin cumplir con rígidos horarios ni tareas abominables ni ridículas, incluso ellos han despotricado contra la ignominia del trabajo. Así, en lo que debió de haber sido la noche de un día bastante arduo ("A hard day’s night") Lennon y McCartney se lamentaban de haber trabajado "como un perro", y en "Seaside Rendezvous" el pobre Freddie Mercury describía cómo sus instantes más lúcidos se le iban en trabajar ("the work devoured my waking hours", refiere la composición incluida en el famoso album A Night at The Opera). En una canción titulada precisamente "Work", Bob Marley se duele de que todos y cada uno de sus días se le vayan sólo en trabajar con el único fin de... ¡volver a trabajar al día siguiente! ("Five days to go working for the next day / Four days to go working for the next day / Three days to go working for the next day / [...] / Every day is work, work, work, work"). "I’m getting put down/ I’m getting pushed round/ I’m being beaten every day" (lo que equivale a ser sobajado, pisoteado y puesto de rodillas todos los días) cantaba The Who en una composición de 1973 con un título ad hoc: "Los trabajos sucios"; para completar la estrofa con un aire más o menos optimista Pete Townshend escribió: "my life’s fading/ but things are changing/ I’m not going to sit and weep again". Aspiración final de todo empleado, "chaqueta mental" del asalariado, escapismo imaginario de quien ve consumir sus horas en el tedio o el franco mal humor, en estas líneas Townshend reivindica la más alta ilusión de la población económicamente activa: la creencia de que las cosas mejorarán algún día.
El rock mexicano, cuya lírica no se distingue precisamente por su genialidad, guarda sin embargo algunas perlas atribuibles si no a Cicerón sí a un Alejandro Lora de mejores días: "Qué tan feo será el trabajo que hasta pagan por hacerlo", clamó alguna vez el vetusto líder de El Tri. ¡Cuánta verdad! El trabajo cotidiano, ese cuya eficacia se mide en una tarjeta de checador ("time is money") es tan horrible que uno no podría imaginarse siquiera hacerlo sin recibir un pago a cambio. El hombre que cultiva su huerto los fines de semana, el que aprovecha un sábado para hacer una mesita de madera, la mujer que pasea con sus hijos todo el domingo desde muy temprano, ¿acaso esperan que alguien les retribuya una suma pecuniaria por estas acciones? El carpintero, el pintor, los que escribieron las canciones que aparecen líneas arriba, tal vez realizan su trabajo con la emoción oculta de ver al final de la jornada algo tangible, útil, estéticamente bello, sonora o culinariamente aceptable surgido de sus manos y/o su imaginación, y esto quizás dé más valor al dinero que ganan. La misión de un escritor es escribir, y quien escribe lo hace obedeciendo a un impulso natural, incontrolable e irreprimible, y no espera --al menos en un principio-- que nadie le pague por sus palabras, su paga primera es la satisfacción que le da su trabajo terminado, concreto sobre una hoja de papel.
Pero quien gasta sus días en una oficina --y todavía conserva por lo menos un flaco remanente de inconformidad para pensar en estas cosas-- pocas veces sabe para qué o a quién sirve su trabajo, a dónde va a parar. "Para hacer avanzar al país" se le puede decir, "para ayudar a los pobres" o "para salvaguardar la solidez de las instituciones". Si esto es cierto, las últimas décadas nos han demostrado que el trabajo de millones de mexicanos solamente ha hecho avanzar al país a un despeñadero, que ha ayudado a que los pobres sean más pobres, y que las instituciones son tan inclementes y autoritarias que se salvaguardan solas.
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