lunes, febrero 20, 2006

Asuntos laborales (II)

Tedio : deporte extremo

El dinero le daba la libertad, pero cada vez que lo utilizaba para comprar otra porción de libertad, al mismo tiempo se negaba otra porción igual.
Paul Auster

¿Qué ventajas podemos hallar en “hacer carrera” y vivir del presupuesto? La estabilidad (“permanencia y duración en el tiempo”, según la RAE), dicen los que más saben de esto, precisamente quienes han pasado la mitad de su vida a las órdenes del inclemente Sistema.
Aunque la mayor parte de la gente ya no busca en su empleo esa estabilidad que le dé la dicha, sino simplemente el dinero necesario para sobrevivir hasta el siguiente día de pago. Como náufragos en medio de un océano de deudas, cobros y colegiaturas, dos horas después de recibir su salario los trabajadores promedio comienzan a contar los largos días que faltan para llegar a esa isla de salvación que es la próxima quincena. Hasta hace algunos años esto tenía un premio: quien soportaba más de veinte años al servicio de la Nación tenía garantizados un retiro más o menos digno y una pensión vitalicia suficiente para sobrevivir a base de frijoles y nopales (que a golpe de crisis recurrentes han terminado por convertirse en nuestra dieta favorita), sin olvidar las “bondades” de la seguridad social. Hoy, en cambio, lo único seguro son los achaques que el servicio público hereda a sus próceres: males renales, dolencias lumbares, úlceras pépticas, crisis nerviosas.

Pero el trabajo también tiene hijos rebeldes. Hace tiempo un sujeto me contaba que a lo largo de toda su vida su madre había acumulado un poco más de cincuenta empleos --cantidad nada despreciable para alguien que sin renunciar a la búsqueda de la felicidad decide despedirse de un buen trabajo simplemente porque la han mudado a una oficina desde donde no se ve el jardín. Mientras el atribulado individuo me relataba los avatares que según él significa tener una madre profesionalmente inestable, yo imaginaba a una señora absolutamente contenta, radiante de dicha, una mujer cuya sabiduría seguramente le enseñó a fincar sus afectos en su propio corazón y no en el territorio agreste y mudable de una oficina o un cubículo. No me equivoqué: al final, con un dejo de nostalgia, el tipo me confesó: “como siempre, tuvo razón... Hizo lo que quiso y murió feliz”.

Lo anterior nos pone ante una de las grandes paradojas de nuestros tiempos: En una era en que gracias a la información masificada, a la publicidad mercenaria, a la más vil de las mercadotecnias la vida se ha vuelto una permanente invitación al riesgo y la aventura, cuando las mórbidas imágenes de pantallas y monitores nos invitan a “vivir la vida”, ¿qué chiste tiene levantarse temprano cada día para ir a encerrarse doce horas en una oficina?

La contradicción radica precisamente en querer emprender un safari existencial si se tiene que trabajar para reunir el dinero que costeará la odisea. Hay muchos casos en que un individuo decide dejar su vida rutinaria, despedirse de los compañeros de la oficina y tirar a la basura la taza del café tibio para dedicarse a recorrer el mundo al lado de su mujer. Pero esto ocurre generalmente cuando el tipo, después de 30 años de escritorio, ha ahorrado lo suficiente como para contratar un tour de un mes por Europa (en donde, además, tendrá que despertarse a la misma hora que siempre lo hizo para ir a trabajar) antes de volver a su casa de siempre para morirse en relativa paz.

De allí, creo yo, el éxito de este laberinto inmenso que es la internet, donde entre el encuentro con amigos fortuitos --y no tanto--, y gente que disfraza sus intenciones con nombres tan sospechosos como 1001formasdeamar, nenorrax, gatita_miau, mexiacancurious, etcétera; el recorrido clandestino por el amplio catálogo del hardcore y la felación vía monitor; la exploración de intimidades edulcoradas en weblogs o la homérica búsqueda del hogar en las constelaciones del Google Earth, los ícaros cibernéticos nos arriesgamos a sabiendas de que sólo un apagón o una ocasional falla del sistema podrán derretir la cera de nuestras alas, y en ese caso la caída no pasará de la cómoda silla de la habitación. Pero adentrarse en correrías virtuales requiere de los medios necesarios para costear ese deporte extremo que es el tedio asistido por computadora. Dinero. O sea.

Trabajo y dinero, dinero y trabajo. ¿Es que no es posible en nuestros días lanzarse a la aventura de la vida sin tener que recurrir a este binomio? Claro que sí, basta observar los índices de desempleo en el Tercer Mundo para darse cuenta de la cantidad de gente que tira avanti día con día. En una de las novelas de Paul Auster, ese agudo observador de la relación tortuosa entre los seres humanos y el dinero, el conserje de un edificio de departamentos en Nueva York reclama a uno de los inquilinos, sumido en la inopia y a punto de ser lanzado a la calle, su falta de voluntad para conseguir un trabajo que le dé el dinero que necesita para pagar el alquiler del piso.


Pero si yo tengo un trabajo. Me levanto por la mañana, como todo el mundo y luego intento ver si llego al final del día. Ese es un trabajo de jornada completa. Nada de diez minutos para el café, nada de fines de semana, nada de pagas extraordinarias, nada de vacaciones. No es que me queje, pero el sueldo es bastante bajo.

Esta respuesta, que puede ser una conmovedora lección de elocuencia literaria, en un país como el nuestro no es sino el destino diario de millones de personas. ¿Puede haber, acaso, una aventura más estimulante?