lunes, octubre 27, 2008

Poética del peatón

"Maduro así/ ―peatón―/ hacia mis lindes,/ entro en calor,/ inventan el mundo mis pisadas:/ de la acera nacen cosas,/ nombres de agua/ (madurar es hacerse de palabras)." Escribí estos versos hace algún tiempo con la paradójica certeza del que tiene una visión: andar es descubrir un orden oculto. No ignoro, entonces, de dónde surge el numen: me viene de los pies. Escribo, para decirlo pronto y pedestremente, con las patas. Son esos, los evolucionados miembros del mono que a veces soy aún, los que al imponerme su ritmo me revelan lo tangible del mundo.

Si a algo, andar es para mí una invitación a contemplar, es decir, a "poner la atención en algo material o espiritual" (como explica la Academia), ya sea en el paisaje que me contiene, junto con árboles, vehículos, pájaros y millones de semejantes, como una más de sus minúsculas partículas, o en ese otro que, oculto en las profundidades de mi alma, me hago en mi cabeza y desde el cual tomo conciencia de mí como habitante de aquel entorno.

Caminar es, pues, fijarme, no sólo en el sentido de advertir y darme cuenta de lo que me rodea, sino de materializarme y saberme vivo, aquí y ahora, por la vía del puro movimiento y de la observación. Observación y movimiento que, al ser dotados de una cadencia particular, se me traducen en palabras que a cada paso ―y lo digo literalmente, con pleno conocimiento de causa― cambian de forma y de lugar hasta colocarse en el sitio ―exacto a veces, aunque otras no tanto― desde donde la revelación es posible.

Emprendo la marcha con la emoción y la angustia con que otros afrontan la hoja o el monitor en blanco y, como ellos, a veces también yo vuelvo decepcionado y exhausto del paseo.

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El 149 de la entrañable revista universitaria Punto de partida, correspondiente a los meses de mayo y junio de este 2008, es un número monográfico titulado "Trece poetas de Chiapas: 1970-1986", y en el que se incluye la selección hecha por el también chiapaneco Balam Rodrigo, el poeta más premiado de la camada setentera del sureste mexicano y, sin duda, líder moral plenipotenciario de cuanto encuentro nacional de poetas "jóvenes" se haga o deje de hacer. Para aderezar o de plano terminar de echar a perder la selección de mis poemas, Balam me solicitó una poética, "cualquier cosa, hombre, unas cuantas líneas" que explicaran mi malsana afición a hacer versitos. El resultado fue este que acaban de leer.

viernes, octubre 24, 2008

Segunda llamada (casi tercera)

Este domingo en el palacio de las Bellas Artes

Sala Manuel M. Ponce, 12:00 horas

miércoles, octubre 22, 2008

Una aclaración y una invitación












El número más reciente de la revista Milenio Semanal, actualmente en circulación, incluye una entrevista del poeta y periodista regiomontano Margarito Cuéllar a su par colombiano Jotamario Arbeláez. Por un misterio cuya cifra no me ha sido desvelada, la autoría del retrato de Jotamario que adereza el texto se me ha atribuido erróneamente. El verdadero artífice de la foto (que pueden ver aquí arribita a la derecha), me avisa Cuéllar, es el poeta y buen amigo José Ángel Leyva. Que el crédito sea para él.

Hecha la aclaración, paso a lo que sigue:



De la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes me invitaron a leer unas poesías, dentro del ciclo Nuevas voces de la literatura mexicana [ni tan nuevas], el próximo domingo 26 de octubre, a las 12:00 horas, en la sala Manuel M. Ponce del palacio de merengue de la avenida Juárez y San Juan de Letrán, mejor conocido como Bellas Artes. Agradezco la deferencia de Literatura del INBA y de su amable y simpática directora, la poeta y editora Enzia Verduchi.

Así que ya saben, si no tienen nada mejor que hacer, allá nos vemos.

viernes, octubre 17, 2008

Nota para un Génesis marino

Luis Paniagua, Los pasos del visitante,
UNAM/Dirección de Literatura
(Ediciones de Punto de partida, núm. 3),
México, 2006.


Hace ya algunos años, cuando mi amiga y colega editora Carmina Estrada preparaba Un orbe más ancho, la muestra de poetas nacidos en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado y publicada por la Dirección de Literatura de la UNAM, una de las voces que más me interesó fue la de Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979). A diferencia de las de otros autores incluidos en ese libro, cuyas poéticas me resultaron atractivas por su inserción en, permítaseme el oxímoron, cierta tradición vanguardista latinoamericana, lo mismo hermética u oscura que torrencial y desbordada, la de Paniagua atrapó mi atención por ubicarse justamente en el polo opuesto.

Aquellos poemas, ganadores en 2004 del certamen de la revista Punto de Partida, algunos de los cuales forman parte de Los pasos del vistante, me sorprendieron por la nitidez de sus imágenes y por su calculada contención. Nada en ellos parece excederse hacia la pirotecnia lingüística o conceptual. Los de Paniagua son dardos que, al atinar en su blanco, estallan en silencio:

Grito pájaro
Y el eco me devuelve
Una parvada…


Ésta, la contundencia de un vuelo tumultuoso encapsulado en tres versos, es la misma con la que Luis Paniagua ha edificado su primer poemario individual. Dividido en tres secciones, cada una de éstas representa una estación distinta en el periplo hacia un naufragio apenas presentido (ese naufragio que, al final, acaso sea todo amor), y en el que la voz poética se asume visitante de un territorio ajeno, turista de paso por las cosas, viajero que zarpa de un puerto al que un día regresará irremediablemente devastado.

Así, en “Croquis sobre el mar”, el primero de los tres apartados del libro, el poeta se da a la tarea de construir un paisaje marino que será lo mismo escenario de fondo que, a la larga, vehículo de nostalgias e íntimas catástrofes. Jugando a ser el dios de sus propias creaturas (barcazas, faros, olas, farallones), Paniagua inventa un océano personal como en el primer día del mundo:

En el alba
el canto del gallo
es un mástil:
reverdecen unos barcos
ya hundidos.

Paniagua atrapa al vuelo esta imagen auroral que abre su libro para introducirnos en un territorio aparentemente diáfano, pero que irá ganando densidad a medida que la lectura avance. Ya en la primera página, el poeta funda un día que habrá de progresar inexorablemente hacia su ocaso.

Visuales en la medida en que todo en ellos nos remite a las imágenes evocadas por su autor, estos poemas apelan a la mirada para suscitar nuestro asombro, como si inmediatamente después de leerlos hubiera que cerrar los ojos para contemplar mejor esas postales en movimiento:

Escribo mar
y el agua salpica esta página.


Efectista por efectivo, Luis Paniagua asume el riesgo de quien conoce sus recursos retóricos y los maneja con soltura. Los resultados, sin embargo, no son siempre los mismos. Por momentos, a mi parecer los menos afortunados del libro, aunque también los menos abundantes, los afanes minimalistas de Paniagua desembocan en una simpleza grandilocuente:

Eres,
mar,
la palabra
más grande.

O:

Parpadea la mañana
en medio de la maraña
de existir.


En otras ocasiones, ese deseo de síntesis cede a la tentación de explicar de más. He aquí un ejemplo:

Acaso también eres un genio
y tu nombre, mar,
como una lámpara,
da peces de luz.


Me pregunto si no sobra ahí el primer verso, si no se concentra el poema en los tres siguientes: “…tu nombre, mar/ como una lámpara/ da peces de luz.” En todo caso, estos no me parecen descuidos verdaderamente graves para un libro (un primer libro) cuyo conjunto va más allá de esas concesiones que, en el fondo, todo poeta suele permitirse.

“Las habitaciones de abril”, segunda sección del libro, es el mediodía que sigue a aquel amanecer en el que dios hizo el mar y sus bártulos. En ésta, entran en acción dos personajes, Él y Ella, Adán y Eva redivivos en el caldeado edén portuario de un cuarto de hotel donde entran en juego esas dos fuerzas de la naturaleza: mar y amar:

Es el calor una espuma rijosa, lengua de la noche emboscada en su pedestal salitroso.
Apagadas vértebras del cielo, las apenas estrellas.
Él y el equipaje como brazo derecho; Ella cansada, mientras las niñas de sus ojos sueltan en la atmósfera pesada sus palomas rotas.
En el primer hotel hallado, la piel arde su Troya.


Ajenos al orbe, sudorosos tras los muros de su deseo en esa calurosa habitación copada por ominosos símbolos mareños, los amantes se convierten paulatinamente en sus propios fantasmas, pasajeros en tránsito de un paraíso que no los contiene:

Nadie abre la ventana:
Afuera crece el mundo con la mirada ausente.


Todo allí parece condenarlos y ellos, sin saberlo bien del todo, avanzan hacia un desastre impostergable:

Ella duerme. Sueña un mar debajo de sus párpados.
Él sabe que su sueño predica ya el naufragio.

Así, el último poema de esta estación ("Todo azul. Todo oleaje./ Es de pronto la playa toda, sólo Él y su cuaderno.") y su apostilla ("¿Qué dioses te lloraron/ antes de mí, mujer/ que existe el mar?") anticipan el tono pesaroso que invade el último apartado.

“Las lenguas de la arena” es, finalmente, el crepúsculo ineluctable presentido desde aquel amanecer que es la primera sección. “Corridas las cortinas de la noche”, reza el primer verso, y en seguida sabremos que lo que fue celebración y asombro de un mundo en ciernes no será ya más que abono de nostalgias:

Hay un mundo más allá
De todos los naufragios:
El recuerdo de una tarde clara
Y las barcas flotando livianas
Como peces muertos.

“La memoria es una playa/ mojada por el tiempo”, escribe Panigua. Una playa a la que, pasada la tormenta, y tras la expulsión de un paraíso terreno por sensual, vuelve el náufrago guiado por el mapa de la melancolía para contemplar la huella de sus pasos en la arena.

Tradicional en el mejor sentido del término, Paniagua no rehuye influencias ni evade precursores, por el contrario, pretende, precisamente, insertarse en esa tradición (la de la poesía mexicana) adocenada y rancia, de acuerdo con algunos, vivísima y sólidamente asentada en sus raíces, según yo.

Si ya en “Norte”, la sección que le corresponde en el poemario colectivo Al frío de los cuatro vientos (Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2006), Luis Paniagua revela la atenta lectura de la obra paceana, en Los pasos del visitante evidencia otras lecciones aprehendidas:

Están allí la voluntad sintética de cierta poesía oriental pasada por los ojos del propio Paz y de Tablada; un parentesco con las postales de Mar de fondo y, señaladamente, con las estampas eróticas de Por amor a Fosca, de Francisco Hernández, lo mismo que con algunos poemas costeños de Un navío un amor, de José Luis Rivas. Pienso incluso en un par de versos de Jaime Sabines en los que está contenido el espíritu de estos poemas de Paniagua: “Del mar, también del mar/ de la tela del mar que nos envuelve”.

Estos pueden ser faros posibles dentro de un mar vastísimo de combinaciones. Observo, sin embargo, un vínculo notorio de este libro con las Canciones para cantar en las barcas, de Gorostiza. No podría asegurarlo, pero lo aseguraría: mientras su autor escribía estos versos tuvo presentes, consciente o inconscientemente, los del poeta tabasqueño para entablar un diálogo con ellos. Comparemos, por ejemplo, esta alborada de Gorostiza:

El paisaje marino
en pesados colores se dibuja.
Duermen las cosas. Al salir el alba
parece sobre el mar una burbuja.
Y la vida es apenas
un milagroso reposar de barcas
en la blanda quietud de las arenas.


con este atardecer de Paniagua:

En el abrevadero del muelle
Beben las barcas suspendidas
Cae el sol de las cinco de la tarde;
A estas horas
El puerto es una bestia dormida
Y el mar su quieto sueño.

A diferencia de buena parte de sus coetáneos, quienes miran atentos hacia otras latitudes en busca de referentes pasados o inmediatos, Paniagua ha preferido, por el momento, explorar esta veta en pos de sus mejores diamantes, en una búsqueda fructífera hasta ahora.

Es de celebrar la publicación de Los pasos del visitante y la apuesta lírica de Paniagua justo hoy, cuando unas cuantas voces acusan ranciedumbre en aquello que no les parece confusa y uniformemente “contemporáneo”.

(Los pasos del visitante se editó a finales de 2006. Éste fue mi texto de presentación del volumen; fue leído en febrero de 2007 en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería y, en la primavera de ese mismo año, publicado en el número 40 de la ¿ya desaparecida? revista Alforja. Lo pongo aquí, casi dos años después, como un mero gesto de amistad hacia Lucho Paniagua, el Coreano de Cuautitlán. Salut.)

miércoles, octubre 15, 2008

Calavera en octubre

Imagen: Benjamín Flores (Proceso Foto)

El Superpeso murió,
se lo llevó entre las patas
la especulación. Ardió
en Troya: ¡ya no hay baratas!

"¡¡¡¿Cómo ocurrió?!!!", dice Ortiz,
"¡¡¡¿Quién consumaría este robo!!!?".
Hace un mes era feliz
y hoy pone cara de bobo.

El verano quedó atrás,
adiós Julio Regalado,
el otoño trae disfraz
de invierno muy devaluado.

lunes, octubre 13, 2008

De hebillas y pretinas


Magistral ilustración de Rogelio Naranjo

"Nadie se apretará el cinturón" (Milenio Diario, 10/10/2008): fue el mensaje de Felipe Calderón el pasado 9 de octubre, en medio del naufragio económico, para tratar de dar confianza y certidumbre ya no a los mercados internacionales (de suyo inciertos y desconfiados) sino a los hipotéticos ciudadanos que aún crean en su palabra (quien crea en la de Dios que lea al profeta Juan ["Apocalipsis" 17 y 18] que es un buenazo para eso de, precisamente, dar confianza y certidumbre ). ¿A quién aludió el presidente cuando dijo "nadie"?: ¿Al secretario Carstens, quien, es público y notorio, no precisa de cinturón alguno? ¿A su gabinete económico en pleno? ¿O acaso a Carlos Slim, que de flaco sólo tiene el apellido? Y, ¿a qué cinto se refería: al de usted, lector, piteado?, ¿al suyo, lectora, con hebilla de tianguis pero, eso sí, D&G?, ¿o al mío, "de vinil natural" (sic redundante) con su estampado de vaca?

La declaración, en realidad, tiene su gracia pero le falta el complemento: "Nadie se apretará el cinturón... porque nos vamos a quedar en puros cueros". ¡Qué lástima que no estén los tiempos para chistes!

jueves, octubre 09, 2008

Tres generaciones


se llama (no sé si en honor a aquel programa televisivo protagonizado por doña Carmen Montejo, Angélica María y Sasha) el ciclo de lecturas que desde hace algún tiempo se lleva a cabo un jueves al mes en la Casa del Poeta.

El próximo 16 de octubre, a las 19 horas, tendré el gusto de compartir la mesa de ese ciclo poético con Francisco Hernández y Héctor Carreto, en el café-bar Las Hormigas de la casona en que vivió el poeta Moncho López.

Espero verlos por ahí.























(y, por favor, no me pregunten quién va a salir de Sasha)

miércoles, octubre 08, 2008

Creadores y payasos

Leo en la edición de El País del domingo pasado el siguiente párrafo de Mario Vargas Llosa a propósito del artista visual británico Damien Hirst, y que lo mismo podría aplicarse al resto de las artes en general y a la poesía contemporánea en particular:

Damien Hirst saluda a sus millones de dólares (foto: www.dailymail.com.uk)

El arte moderno es un gran carnaval en el que todo anda revuelto, el talento y la pillería, lo genuino y lo falso, los creadores y los payasos. Y —esto es lo más grave— no hay manera de discriminar, de separar la escoria vil del puro metal. Porque todos los patrones tradicionales, los cánones o tablas de valores que existían a partir de ciertos consensos estéticos, han ido siendo derribados por una beligerante vanguardia que, a la postre, ha sustituido aquello que consideraba añoso, académico, conformista, retrógrado y burgués por una amalgama confusa donde los extremos se equivalen: todo vale y nada vale. Y, precisamente porque no hay ya denominadores comunes estéticos que permitan distinguir lo bello de lo feo, lo audaz de lo trillado, el producto auténtico del postizo, el éxito de un artista ya no dependa de sus propios méritos artísticos sino de factores tan ajenos al arte como sus aptitudes histriónicas y los escándalos o espectáculos que sea capaz de generar....

[Mario Vargas Llosa, "Tiburones en formol". En:
El País, domingo 8 de octubre de 2008, pág. 27]

jueves, octubre 02, 2008

... no se olvida


Había un afiche de 1979 que conmemoraba los diez años del legendario festival de Woodstock: se trataba de una caricatura en la que aparecía el campo neoyorkino donde se celebró el festival de marras, en agosto de 1969, poblado ya no de aquellos jipis estrafalarios de las postrimerías del Flower Power, sino de señores elegantemente trajeados y damas de vestido largo que bebían martinis y fumaban puros (ya no porros) mientras conversaban amigablemente. Bastó una década, según el autor de ese dibujo, para que los jóvenes rebeldes y contestatarios que se enlodaron hasta las rodillas en aquella pradera, mientras escuchaban felices a Hendrix, Santana y The Who, fueran absorbidos por las responsabilidades de la vida adulta y cambiaran las sandalias y las melenas por el casimir inglés y un puesto gerencial en una importante firma de Wall Street.

Hoy que se cumplen 40 años del atroz cuanto excesivo final del movimiento estudiantil de 1968, me pregunto cómo habría que ilustrar el cartel de aniversario. ¿Qué fue de aquellos jóvenes optimistas que encabezaron nuestro referente libertario por antonomasia? (Convengamos que, tanto el movimiento independentista como la revolución de 1910 fueron, más bien, guerras civiles). ¿Cuántos de aquellos muchachos terminarían siendo absorbidos por el sistema que ellos mismos combatieron?

¿Qué nos queda hoy de aquel año en que el mundo se llenó de inconformes que exigían la libertad total en el imperio de la imaginación? ¿Es el México de hoy un país más justo y civilizado que aquel de 1968 o es sólo el resultado del histórico gatopardismo con que el Poder (así, con la mayúscula de un ente abstracto e inasequible) cambia de rostro y se disfraza de cosa nueva? Quién sabe.

Un buen amigo me contó que hace unas semanas se encontró a un legislador del PRD, uno de los líderes históricos del 68 mexicano, en la entrada del edificio de oficinas del senado en el que ambos trabajan. Los dos estaban ahí fumando, porque las disposiciones oficiales (promovidas, casualmente, por el Partido de la Revolución Democrática) les prohiben hacerlo en espacios públicos cerrados. Nomás por platicar con alguien en lo que se consumía su pequeño puro cubano, el tribuno le dijo a mi amigo: "¡Qué barbaridad con esta ley! (la llamada ley antitabaco), ¿verdad?" Mi amigo asintió, nervioso ante el enfado ostensible de su interlocutor, quien agregó levantando la ceja: "¿Sabes qué?: un año le doy a esta ley, un año nada más." "Ajá", le respondió mi camarada. El senador lanzó a la acera el resto de su habano y se despidió con estas misteriosas palabras: "No hay aves blancas. Óyelo bien: todos hemos estado en el fango".

Imagino un cartel en el que aparece la plaza de las Tres Culturas poblada de legisladores, funcionarios públicos, columnistas y opinadores periodísticos, todos sexagenarios. Unos ríen a carcajadas mientras se saludan con abrazos y sonoras palmadas en la espalda, otros están ahí nomás parados, de traje y fumándose un puro, unos cuantos más miran en lontananza, buscando en el horizonte de la misma plaza en la que hace 40 años salvaron su vida al ave blanca que no salió en la foto.