... no se olvida
Había un afiche de 1979 que conmemoraba los diez años del legendario festival de Woodstock: se trataba de una caricatura en la que aparecía el campo neoyorkino donde se celebró el festival de marras, en agosto de 1969, poblado ya no de aquellos jipis estrafalarios de las postrimerías del Flower Power, sino de señores elegantemente trajeados y damas de vestido largo que bebían martinis y fumaban puros (ya no porros) mientras conversaban amigablemente. Bastó una década, según el autor de ese dibujo, para que los jóvenes rebeldes y contestatarios que se enlodaron hasta las rodillas en aquella pradera, mientras escuchaban felices a Hendrix, Santana y The Who, fueran absorbidos por las responsabilidades de la vida adulta y cambiaran las sandalias y las melenas por el casimir inglés y un puesto gerencial en una importante firma de Wall Street.
Hoy que se cumplen 40 años del atroz cuanto excesivo final del movimiento estudiantil de 1968, me pregunto cómo habría que ilustrar el cartel de aniversario. ¿Qué fue de aquellos jóvenes optimistas que encabezaron nuestro referente libertario por antonomasia? (Convengamos que, tanto el movimiento independentista como la revolución de 1910 fueron, más bien, guerras civiles). ¿Cuántos de aquellos muchachos terminarían siendo absorbidos por el sistema que ellos mismos combatieron?
¿Qué nos queda hoy de aquel año en que el mundo se llenó de inconformes que exigían la libertad total en el imperio de la imaginación? ¿Es el México de hoy un país más justo y civilizado que aquel de 1968 o es sólo el resultado del histórico gatopardismo con que el Poder (así, con la mayúscula de un ente abstracto e inasequible) cambia de rostro y se disfraza de cosa nueva? Quién sabe.
Hoy que se cumplen 40 años del atroz cuanto excesivo final del movimiento estudiantil de 1968, me pregunto cómo habría que ilustrar el cartel de aniversario. ¿Qué fue de aquellos jóvenes optimistas que encabezaron nuestro referente libertario por antonomasia? (Convengamos que, tanto el movimiento independentista como la revolución de 1910 fueron, más bien, guerras civiles). ¿Cuántos de aquellos muchachos terminarían siendo absorbidos por el sistema que ellos mismos combatieron?
¿Qué nos queda hoy de aquel año en que el mundo se llenó de inconformes que exigían la libertad total en el imperio de la imaginación? ¿Es el México de hoy un país más justo y civilizado que aquel de 1968 o es sólo el resultado del histórico gatopardismo con que el Poder (así, con la mayúscula de un ente abstracto e inasequible) cambia de rostro y se disfraza de cosa nueva? Quién sabe.
Un buen amigo me contó que hace unas semanas se encontró a un legislador del PRD, uno de los líderes históricos del 68 mexicano, en la entrada del edificio de oficinas del senado en el que ambos trabajan. Los dos estaban ahí fumando, porque las disposiciones oficiales (promovidas, casualmente, por el Partido de la Revolución Democrática) les prohiben hacerlo en espacios públicos cerrados. Nomás por platicar con alguien en lo que se consumía su pequeño puro cubano, el tribuno le dijo a mi amigo: "¡Qué barbaridad con esta ley! (la llamada ley antitabaco), ¿verdad?" Mi amigo asintió, nervioso ante el enfado ostensible de su interlocutor, quien agregó levantando la ceja: "¿Sabes qué?: un año le doy a esta ley, un año nada más." "Ajá", le respondió mi camarada. El senador lanzó a la acera el resto de su habano y se despidió con estas misteriosas palabras: "No hay aves blancas. Óyelo bien: todos hemos estado en el fango".
Imagino un cartel en el que aparece la plaza de las Tres Culturas poblada de legisladores, funcionarios públicos, columnistas y opinadores periodísticos, todos sexagenarios. Unos ríen a carcajadas mientras se saludan con abrazos y sonoras palmadas en la espalda, otros están ahí nomás parados, de traje y fumándose un puro, unos cuantos más miran en lontananza, buscando en el horizonte de la misma plaza en la que hace 40 años salvaron su vida al ave blanca que no salió en la foto.
Imagino un cartel en el que aparece la plaza de las Tres Culturas poblada de legisladores, funcionarios públicos, columnistas y opinadores periodísticos, todos sexagenarios. Unos ríen a carcajadas mientras se saludan con abrazos y sonoras palmadas en la espalda, otros están ahí nomás parados, de traje y fumándose un puro, unos cuantos más miran en lontananza, buscando en el horizonte de la misma plaza en la que hace 40 años salvaron su vida al ave blanca que no salió en la foto.
2 Comments:
Me gustó mucho tu texto. Reflexivo y sensible, sin drama ni héroes. Qué gusto que nos hayamos encontrado. Te visitaré seguido.
Saludos.
Te preguntas, Víctor: "¿Cuántos de aquellos muchachos terminarían siendo absorbidos por el sistema que ellos mismos combatieron?", como si dieras por sentado que combatir un sistema significara ser ajeno (ya que no extraño) a él. Yo digo que tu artículo -muy bueno, como siempre- descansa no en un error, pero sí en este conflicto de oposiciones engañosas que a mí, valga la insistencia, me parece cuestionable. Que "aquellos muchachos" hayan combatido ese "sistema" en parte suponía, también, que lo ratificaran como tal sistema, refrendándose de paso ellos mismos como integrantes de la estructura detestada. En buena medida, los hechos terribles de 1968 confirmaron que los disidentes de todo sistema (entiéndaseme bien: los disidentes a la manera tradicional, histórica) forman parte fundamental del mismo. La represión, como es obvio, demuestra que la disidencia notoria preocupa gravemente a las instituciones del establishment. Pero también -ya no tan obvio- que disidencia y establishment hablan, en el fondo, un mismo lenguaje. De ahí que los mensajes de una parte sean comprendidos en la trinchera opuesta y que las respuestas y reacciones de uno y otro bando estén garantizadas. Por eso, en mi opinión, es la vertiente situacionista de los movimientos del 68 la que mejor conserva su añeja juventud: porque la propuesta situacionista no se plantea como respuesta formal, pública, notoria y visible a los excesos del poder instituido, sino como reacción oblicua, informal e invisible (y, por lo tanto, casi siempre humorística). Tal vez el perredista nicotinómano le salvaría la vida -ya de por sí miserable- a dos o tres neuronas de su averiado cacumen si tomara en cuenta que los puros hay que fumárselos en el pleno de la Cámara, justo al estampar la firma decisiva en la famosa ley que prohíbe tales humaredas, y no en la banqueta de los anónimos asalariados.
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