23 años después...
El niño que yo era caminaba cada día las cinco cuadras que separaban la Escuela Secundaria Diurna N° 3 "Héroes de Chapultepec", en la colonia Juárez, de su hogar, un modesto departamento alquilado, en la primera calle de Durango, entre Morelia y la avenida Cuauhtémoc ―en la vecina colonia Roma―, donde había vivido durante casi todos sus 12 años con sus padres y su hermana.
Sin esforzarme demasiado puedo verlo aquel amanecer, providencialmente cálido para ser el de un jueves de septiembre, llegando con temor y parsimonia a la esquina de Morelia y la avenida Chapultepec y atisbar, a unos 100 metros de ahí, el edificio de la secundaria, a la que había ingresado hacía poco más de dos semanas. Al mirar la construcción se le hizo un nudo en la garganta: era día de laboratorio de biología ―sobre el uniforme, vestía la bata blanca que cada fin de semana le almidonaba su abuela― y él, en ese preciso instante, recordó que tenía que llevar dos peces para ser diseccionados hacia el mediodía. Recordó, también, que no había hecho una tarea de civismo sobre los símbolos patrios. Temió que sus compañeros de equipo del laboratorio le recriminarían su olvido, chingándolo hasta hartarse, y que Vera "La Calavera", una momia encargada de hacer de ellos unos mexicanos responsables, lo pondría en ridículo frente a toda la clase. Por un instante le cruzó por la cabeza la idea de no torcer por la avenida Chapultepec, sino seguir derecho hasta llegar a la Zona Rosa y perder ahí el tiempo hasta que fuera hora de volver a casa. Pensó también en regresar sobre sus pasos hasta la calle de Puebla y refugiarse toda la mañana en casa de su abuela. Sabía que ella lo amaba lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas y, en todo caso, se limitaría a extenderle algún reproche cargado de complicidad. No podía, por ninguna circunstancia, volver a casa y tratar de explicarle a su mamá que había olvidado hacer la tarea. Las cosas iban tan mal entre sus padres, que no quiso correr el riesgo de exponerse a una reprimenda que, si no peor que las que recibiría en la escuela, podría ser igual de dura.
No hizo nada de eso, simplemente dio la vuelta para tomar la avenida y se aproximó lentamente al edificio escolar, perdida ya la ilusión que apenas 10 0 15 días atrás le provocaba ser, por fin, un alumno de secundaria, después de unas vacaciones gastadas estudiando para aprobar, con una de las calificaciones más altas de entre todos los aspirantes, el examen de admisión. De repente, esa mañana de un jueves que comenzaba con la promesa de ser soleado y apacible, descubrió que aquella ilusión comenzaba a desvanecerse, que la escuela empezaba a no gustarle, que le costaba trabajo concentrarse en tantas clases y cumplir con todas sus responsabilidades. Atravesó la reja y el vestíbulo del plantel y entró al patio sin desear, pero esperándolo, algún milagro que lo salvara de aquel angustiante día de escuela que ni siquiera terminaba de arrancar.
Buscó a Mauricio y al resto de sus amigos entre los grupos de estudiantes (todos varones). Alguien cuyo nombre he perdido en la memoria lo recibió con un zape de rigor. Él le contestó con una patada. Seguramente rieron. Recuerdo que saludó a Mauricio, su mejor amigo desde los días de la primaria, pero a estas alturas no sé qué hayan podido decirse. Seguramente él le comentó lo de los peces y la tarea de Vera. Pero tal vez no.
Recuerdo que el niño que yo era aún, todavía a esa hora, miró por última vez al muchacho de tercero, el de las muletas, subiendo las escaleras antes que el resto de los alumnos, como hacía cada mañana para no entorpecer el avance de las hordas hacia sus salones. Y me acuerdo también de cómo un instante después vio al Tío, el usualmente elegante prefecto de aquella secundaria, atravesar el patio para tocar la campana cuyo tañido ordenaba a los chicos que se formáran en filas para comenzar a subir a las aulas al ritmo de alguna música marcial que, diariamente, tocaba la banda de guerra.
En ese instante habitual y anodino, mientras veía a aquel hombre de traje oscuro cruzando el patio, el niño que fui comenzó a escuchar el murmullo: era un rumor que nació a unos metros de donde él estaba parado en corro con sus amigos y que se propagó rápidamente hacia todos los extremos del solar. Un segundo después identificó la causa: "está temblando", le confirmó alguno de sus compinches con una sonrisa menos nerviosa que expectante. Se sumaron de inmediato a aquel murmullo ascendente hecho de gritos y risas. Gritos proferidos por centenares de jóvenes varones que imitaban burlonamente, mofándose, los alaridos que lanzan las niñas al asustarse. Puedo afirmar que en aquel momento no llegaba aún el miedo a ese patio, donde privaba un aura de comunión ―como la que hacía una semana se había dado cuando alguien lanzó al aire una botella de plástico para empezar una batalla en la que, dos o tres minutos después participaba ya toda la escuela― que crecía entre carcajadas a medida que el vaivén del suelo subía de intensidad. En esos momentos, felizmente mareado, el niño francamente no entendía por qué su madre se alarmaba hasta el límite de la histeria cada vez que temblaba, ni por qué razón salía corriendo del departamento, con él y con su hermana sujetos de sus manos, mientras los padrenuestros y los avemarías se confundían con los regaños de su padre, que pedía serenidad y paciencia. Lo entendería un parpadeo después:
No supo en qué momento aquello dejó de ser divertido ni quién fue el primero en callar, pero, en todo caso, el contagio fue inmediato: las risas y la gritería se apagaron en un instante y les siguió, como ordenado por un invisible director de orquesta, un silencio repentino... no sepulcral, no absoluto: era un silencio en medio del estruendo que ―podía escucharlo, sentirlo subiendo por su cuerpo, haciéndole un hueco en el estómago, estallándole en la cabeza― nacía y se multiplicaba debajo de sus pies y ganaba altura, haciendo ondular el piso y crujir la estructura de la construcción hasta hacer estallar sus vidrios en un orden pasmoso: en filas, uno a uno, de abajo hacia arriba: primero los de la biblioteca, en la planta baja y luego el resto, piso por piso hasta llegar al tercero.
El niño que fui dejó caer el portafolios con sus cuadernos y dio uno o dos pasos atrás, tratando de alejarse de aquel peligro, confundido entre una masa de cuerpos que se empujaban para abrirse paso y tratar de ponerse a salvo replegándose hacia el fondo del patio escolar, una especie de trampa rectángular rodeada de edificios por los cuatro costados (más tarde, escucharía el relato de los que, pegados a los muros, fueron bañados por el agua que cayó de los tinacos de los edificios vecinos). Debió de haber sido aquel, el instante entre el primero y el segundo de aquellos pasos, cuando todo terminó de ocurrir, cuando todo empezó a pasar:
Pensé en un bombardeo. Recordé aquellas imágenes en blanco y negro de la segunda guerra mundial que veía en la televisión: los edificios londinenses desmoronándose ante el asedio de la Luftwaffe... las construcciones de Berlín cayendo ante el estallido de las bombas aliadas... El concreto, su sólida certeza, cediendo frente a una fuerza inesperada, desconocida. Y adentro de mí, algo que también se derrumbaba.
CODA
Quedarnos en la Ciudad de México, en una zona devastada, sin servicios, escuelas ni medios de comunicación, era difícil. Algunos días después, luego del segundo sismo, mi mamá, mi hermana y yo partimos en un autobús rumbo a Chiapas, donde la familia materna nos recibió con lágrimas en las que se mezclaban la dicha de sabernos vivos y la tristeza de imaginar por lo que habíamos pasado junto con tanta gente. Volvimos al D.F. en un par de meses, a tratar de retomar el curso de nuestras vidas. En esa inercia, nos cambiamos al sur, a Coyoacán, en enero de 1986. Mis padres terminaron por separarse al día siguiente de la mudanza. Un mes antes, en una posada en el callejón de Morelia, besé por primera vez a una niña (no recuerdo su nombre). Acabé el primer año de la secundaria en las heladas aulas prefabricadas que la 3 ocupó durante una buena temporada cerca del metro Balderas. Durante ese ciclo escolar terminé por convertirme en el pésimo estudiante que ya avizoraba aquel jueves el niño que fui. En el verano del 86, después del mundial de futbol que ganaron Argentina y Diego Armando Maradona, entré a hacer segundo en la secundaria 35, en Coyoacán. Ahí tuve una novia y conocí a varios de mis amigos más queridos. Algunos cuantos lo siguen siendo hasta hoy. Por cierto, Mauricio, a quien conocí en primer año de primaria y quien compartió conmigo la experiencia de aquel septiembre de 1985, sigue siendo, como hace 29 años, mi mejor amigo. A él le dedico estos párrafos.
A veces pienso que, puesto a escoger, habría elegido decir adiós a mi infancia de un modo menos abrupto, atroz y amenazante, pero también creo que, a fin de cuentas, todo cambio termina por ser abrupto y amenazante, si bien no necesariamente atroz. A menudo, cuando volvía a aquella mañana de septiembre, pensaba en la pertinencia de poner esos recuerdos por escrito: ¿Es realmente necesario? ¿Creo que de esta manera voy a exorcisar mi dolor y mis temores? ¿A alguien más que a mí ―y a mi terapeuta, tal vez― puede interesarle todo esto? La respuesta es no. ¿Para qué exhibirme, entonces, de esta manera? No lo sé, pero esta mañana, 23 años después, mientras veía en el noticiero la bandera izada a media asta y escuchaba a la banda de guerra interpretando una marcha solemne en medio del silencio sepulcral que reinaba en el Zócalo de la ciudad herida, me descubrí llorando, repentinamente envejecido y dueño de un cúmulo de recuerdos que, con todo, no quisiera olvidar.
Sin esforzarme demasiado puedo verlo aquel amanecer, providencialmente cálido para ser el de un jueves de septiembre, llegando con temor y parsimonia a la esquina de Morelia y la avenida Chapultepec y atisbar, a unos 100 metros de ahí, el edificio de la secundaria, a la que había ingresado hacía poco más de dos semanas. Al mirar la construcción se le hizo un nudo en la garganta: era día de laboratorio de biología ―sobre el uniforme, vestía la bata blanca que cada fin de semana le almidonaba su abuela― y él, en ese preciso instante, recordó que tenía que llevar dos peces para ser diseccionados hacia el mediodía. Recordó, también, que no había hecho una tarea de civismo sobre los símbolos patrios. Temió que sus compañeros de equipo del laboratorio le recriminarían su olvido, chingándolo hasta hartarse, y que Vera "La Calavera", una momia encargada de hacer de ellos unos mexicanos responsables, lo pondría en ridículo frente a toda la clase. Por un instante le cruzó por la cabeza la idea de no torcer por la avenida Chapultepec, sino seguir derecho hasta llegar a la Zona Rosa y perder ahí el tiempo hasta que fuera hora de volver a casa. Pensó también en regresar sobre sus pasos hasta la calle de Puebla y refugiarse toda la mañana en casa de su abuela. Sabía que ella lo amaba lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas y, en todo caso, se limitaría a extenderle algún reproche cargado de complicidad. No podía, por ninguna circunstancia, volver a casa y tratar de explicarle a su mamá que había olvidado hacer la tarea. Las cosas iban tan mal entre sus padres, que no quiso correr el riesgo de exponerse a una reprimenda que, si no peor que las que recibiría en la escuela, podría ser igual de dura.
No hizo nada de eso, simplemente dio la vuelta para tomar la avenida y se aproximó lentamente al edificio escolar, perdida ya la ilusión que apenas 10 0 15 días atrás le provocaba ser, por fin, un alumno de secundaria, después de unas vacaciones gastadas estudiando para aprobar, con una de las calificaciones más altas de entre todos los aspirantes, el examen de admisión. De repente, esa mañana de un jueves que comenzaba con la promesa de ser soleado y apacible, descubrió que aquella ilusión comenzaba a desvanecerse, que la escuela empezaba a no gustarle, que le costaba trabajo concentrarse en tantas clases y cumplir con todas sus responsabilidades. Atravesó la reja y el vestíbulo del plantel y entró al patio sin desear, pero esperándolo, algún milagro que lo salvara de aquel angustiante día de escuela que ni siquiera terminaba de arrancar.
Buscó a Mauricio y al resto de sus amigos entre los grupos de estudiantes (todos varones). Alguien cuyo nombre he perdido en la memoria lo recibió con un zape de rigor. Él le contestó con una patada. Seguramente rieron. Recuerdo que saludó a Mauricio, su mejor amigo desde los días de la primaria, pero a estas alturas no sé qué hayan podido decirse. Seguramente él le comentó lo de los peces y la tarea de Vera. Pero tal vez no.
Recuerdo que el niño que yo era aún, todavía a esa hora, miró por última vez al muchacho de tercero, el de las muletas, subiendo las escaleras antes que el resto de los alumnos, como hacía cada mañana para no entorpecer el avance de las hordas hacia sus salones. Y me acuerdo también de cómo un instante después vio al Tío, el usualmente elegante prefecto de aquella secundaria, atravesar el patio para tocar la campana cuyo tañido ordenaba a los chicos que se formáran en filas para comenzar a subir a las aulas al ritmo de alguna música marcial que, diariamente, tocaba la banda de guerra.
En ese instante habitual y anodino, mientras veía a aquel hombre de traje oscuro cruzando el patio, el niño que fui comenzó a escuchar el murmullo: era un rumor que nació a unos metros de donde él estaba parado en corro con sus amigos y que se propagó rápidamente hacia todos los extremos del solar. Un segundo después identificó la causa: "está temblando", le confirmó alguno de sus compinches con una sonrisa menos nerviosa que expectante. Se sumaron de inmediato a aquel murmullo ascendente hecho de gritos y risas. Gritos proferidos por centenares de jóvenes varones que imitaban burlonamente, mofándose, los alaridos que lanzan las niñas al asustarse. Puedo afirmar que en aquel momento no llegaba aún el miedo a ese patio, donde privaba un aura de comunión ―como la que hacía una semana se había dado cuando alguien lanzó al aire una botella de plástico para empezar una batalla en la que, dos o tres minutos después participaba ya toda la escuela― que crecía entre carcajadas a medida que el vaivén del suelo subía de intensidad. En esos momentos, felizmente mareado, el niño francamente no entendía por qué su madre se alarmaba hasta el límite de la histeria cada vez que temblaba, ni por qué razón salía corriendo del departamento, con él y con su hermana sujetos de sus manos, mientras los padrenuestros y los avemarías se confundían con los regaños de su padre, que pedía serenidad y paciencia. Lo entendería un parpadeo después:
No supo en qué momento aquello dejó de ser divertido ni quién fue el primero en callar, pero, en todo caso, el contagio fue inmediato: las risas y la gritería se apagaron en un instante y les siguió, como ordenado por un invisible director de orquesta, un silencio repentino... no sepulcral, no absoluto: era un silencio en medio del estruendo que ―podía escucharlo, sentirlo subiendo por su cuerpo, haciéndole un hueco en el estómago, estallándole en la cabeza― nacía y se multiplicaba debajo de sus pies y ganaba altura, haciendo ondular el piso y crujir la estructura de la construcción hasta hacer estallar sus vidrios en un orden pasmoso: en filas, uno a uno, de abajo hacia arriba: primero los de la biblioteca, en la planta baja y luego el resto, piso por piso hasta llegar al tercero.
El niño que fui dejó caer el portafolios con sus cuadernos y dio uno o dos pasos atrás, tratando de alejarse de aquel peligro, confundido entre una masa de cuerpos que se empujaban para abrirse paso y tratar de ponerse a salvo replegándose hacia el fondo del patio escolar, una especie de trampa rectángular rodeada de edificios por los cuatro costados (más tarde, escucharía el relato de los que, pegados a los muros, fueron bañados por el agua que cayó de los tinacos de los edificios vecinos). Debió de haber sido aquel, el instante entre el primero y el segundo de aquellos pasos, cuando todo terminó de ocurrir, cuando todo empezó a pasar:
Pensé en un bombardeo. Recordé aquellas imágenes en blanco y negro de la segunda guerra mundial que veía en la televisión: los edificios londinenses desmoronándose ante el asedio de la Luftwaffe... las construcciones de Berlín cayendo ante el estallido de las bombas aliadas... El concreto, su sólida certeza, cediendo frente a una fuerza inesperada, desconocida. Y adentro de mí, algo que también se derrumbaba.
CODA
Quedarnos en la Ciudad de México, en una zona devastada, sin servicios, escuelas ni medios de comunicación, era difícil. Algunos días después, luego del segundo sismo, mi mamá, mi hermana y yo partimos en un autobús rumbo a Chiapas, donde la familia materna nos recibió con lágrimas en las que se mezclaban la dicha de sabernos vivos y la tristeza de imaginar por lo que habíamos pasado junto con tanta gente. Volvimos al D.F. en un par de meses, a tratar de retomar el curso de nuestras vidas. En esa inercia, nos cambiamos al sur, a Coyoacán, en enero de 1986. Mis padres terminaron por separarse al día siguiente de la mudanza. Un mes antes, en una posada en el callejón de Morelia, besé por primera vez a una niña (no recuerdo su nombre). Acabé el primer año de la secundaria en las heladas aulas prefabricadas que la 3 ocupó durante una buena temporada cerca del metro Balderas. Durante ese ciclo escolar terminé por convertirme en el pésimo estudiante que ya avizoraba aquel jueves el niño que fui. En el verano del 86, después del mundial de futbol que ganaron Argentina y Diego Armando Maradona, entré a hacer segundo en la secundaria 35, en Coyoacán. Ahí tuve una novia y conocí a varios de mis amigos más queridos. Algunos cuantos lo siguen siendo hasta hoy. Por cierto, Mauricio, a quien conocí en primer año de primaria y quien compartió conmigo la experiencia de aquel septiembre de 1985, sigue siendo, como hace 29 años, mi mejor amigo. A él le dedico estos párrafos.
A veces pienso que, puesto a escoger, habría elegido decir adiós a mi infancia de un modo menos abrupto, atroz y amenazante, pero también creo que, a fin de cuentas, todo cambio termina por ser abrupto y amenazante, si bien no necesariamente atroz. A menudo, cuando volvía a aquella mañana de septiembre, pensaba en la pertinencia de poner esos recuerdos por escrito: ¿Es realmente necesario? ¿Creo que de esta manera voy a exorcisar mi dolor y mis temores? ¿A alguien más que a mí ―y a mi terapeuta, tal vez― puede interesarle todo esto? La respuesta es no. ¿Para qué exhibirme, entonces, de esta manera? No lo sé, pero esta mañana, 23 años después, mientras veía en el noticiero la bandera izada a media asta y escuchaba a la banda de guerra interpretando una marcha solemne en medio del silencio sepulcral que reinaba en el Zócalo de la ciudad herida, me descubrí llorando, repentinamente envejecido y dueño de un cúmulo de recuerdos que, con todo, no quisiera olvidar.
VC
En la primera imagen: Escombros de la secundaria 3.
En la imagen de la derecha: Ruinas del edificio de la Secofi, en la avenida Cuauhtémoc, a la vuelta del que vivía el niño que yo era.
10 Comments:
Me imagino que fue algo culey lo del terremoto. Yo guardo también ciertos recuerdos del mismo pero no tan dramáticos. Sólo algo no me queda claro, ¿cuando dices que dejaste de ser niño es porque ya saliste del closet, tan chavito?
lp
Calma, Paniagua: no te proyectes tan gacho. Mejor ponte a escribir, que andas muy desbalagado.
vc
Me cuenta mi madre que entonces yo com mis novísimos dos meses aún dormía, en la cama superior de una litera, atado de la cintura para evitar moverme. Quiero decir que de aquel 19, no tengo nada; sólo los recuerdos de ustedes. Y acaso, ya también míos.
Gracias Víctor.
CB
Vaya relato...
Una descripción perfecta de cada momento, adrede o no cada elemento previo del relato desembocan en el final de tu historia, lo cual me parece genial.
Casi me conmueve.
Supongo fue aun mas terrible que lo que puedo leer, aun mas de lo que tus palabras me hacen divagar en mis imaginaciones...
Y eso que yo solo recuerdo el sonido y todas las cosas moviendose alrededor pero nada mas lejando de eso.
Saludos
Alejandro Z.
Yo estuve ese día en la escuela. Iba en segundo año. Hoy es 16 de enero de 2010, unos días después del terrible terremoto en Haití, y me encuentro con una nostalgia enorme acerca del 19 de septiembre y lo que sucedió en la escuela. Recuerdo la banda de guerra tocando unos minutos antes de subir a los salones (la hora para subir eran las 8:20, así que unos minutos más y probablemente hubiéramos muerto la mayoría...). Recuerdo con tristeza al estudiante con muletas -creo que tenía una pierna enyesada-que subía antes que todos y permanecía en el primer piso. Recuerdo también el momento cuando se rompieron los cristales y de forma instintiva nos "replegamos" hacia la barda de atrás y, momentos después, todo se cubrió de una densa nube de polvo. Para salir del lugar se hizo un boquete en una de las bardas al lado de los laboratorios. En fin, supongo que los recuerdos nos invaden a todos en algun momento. saludos
El día de hoy buscando que hacer a mis 40 años al no poder dormir y me encuentro con esté comentario tuyo, el cual me conmueve yo tambien estuve ahí y me mueve y en estos momentos estoy llorando por los recuerdos que tenia bloqueados y recuerdo nuevamente todo lo que paso ese día apenas tenia 12 años estaba en 2E y es muy triste que despues de ese momento cambia tu vida en segundos, si me acuerdo que estuve en la primaria Revolucion en unas aulas prefabricadas todo mi segundo año y a inicios del mi tercer año ya nos pasaron a la av. chapultepec tambien recuerdo que al estar yo en tercero entro la primera generacion de mujeres (mixto) a todos lo que aun sobre vivimos un fuerte abrazo y que Dios nos siga bendiciendo.
Fausto Vázquez Daniel
El día de hoy buscando que hacer a mis 40 años al no poder dormir y me encuentro con esté comentario tuyo, el cual me conmueve yo tambien estuve ahí y me mueve y en estos momentos estoy llorando por los recuerdos que tenia bloqueados y recuerdo nuevamente todo lo que paso ese día apenas tenia 12 años estaba en 2E y es muy triste que despues de ese momento cambia tu vida en segundos, si me acuerdo que estuve en la primaria Revolucion en unas aulas prefabricadas todo mi segundo año y a inicios del mi tercer año ya nos pasaron a la av. chapultepec tambien recuerdo que al estar yo en tercero entro la primera generacion de mujeres (mixto) a todos lo que aun sobre vivimos un fuerte abrazo y que Dios nos siga bendiciendo.
Fausto Vázquez Daniel
Amigo, yo tuve el privilegio de estudiar en esa gran escuela secundaria en el año de 1961, hoy peino nieve pero guardo inmejorables recuerdos de la Secundaria 3, pero me imagino lo doloroso que debio ser esa experiencia, tambien te comento que me gusto mucho la forma en que relatas los hechos porque lo haces dentro de un marco literario agradable y de respeto
Próximamente daré clases de teatro en la Sec. 3 por azares del destino y al buscar información al respecto de la misma encontré tu historia. Me parece genial y conmovedora tu forma de relatar los hechos, igual me hizo llorar porque recordé mis propias experiencias de aquellos momentos tan difíciles, supongo que en esa situación fue muy impactante y determinante para tu vida y quien iba a pensar que algo en común te puede conectar con quien hasta la fecha no tenía absolutamente nada que ver. Gracias por compartirlo. Saludos!
Hola, muy bueno tu relato, y por supuesto que es importante que lo compartas públicamente, que no te quede duda de ello, porque somos muchos los que vivimos ese terrible terremoto y aún hoy en día, pese a que ya pasaron muchos años, seguimos con los recuerdos frescos, como si el tiempo se hubiese congelado, y necesitamos de esta retroalimentación, de estas crónicas como la tuya, para seguir curándonos sin olvidar, para valorar más la vida y recordar lo que somos.
Publicar un comentario
<< Home