El infierno tan medido
Eduardo Uribe, Infiernos particulares,
UNAM/Dirección de Literatura (Ediciones de
Punto de partida, Núm. 4), México, 2008.
“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza aquel adagio destinado a demostrar que, tratándose de rutas eficaces rumbo a la condenación, es siempre mejor recurrir al concreto asfáltico de la mala leche. Así parece haberlo entendido Eduardo Uribe, quien en las diez historias que componen estos avernos de su opera prima, condena a sus creaturas a caídas morales que, tras la corrección de una prosa exacta, contienen la cicuta de la ironía y el desencanto de un autor que, a pesar de su juventud aparente, sabe bien que “nuestros actos son una mezcla amarga de malentendidos y enmiendas”, los cuales difícilmente nos conducirán a ningún paraíso como no sea uno baudelaireano: efímero y artificial.
Si cada escritor es una morosa acumulación de de los fantasmas ilustres que lo precedieron, en la mayoría de estos cuentos es posible identificar sin mayor dificultad la sombra de múltiples antecesores, pero, principalmente, la enorme de Jorge Luis Borges. Nada de qué extrañarnos si consideramos que el insigne porteño es un referente obligado de las letras universales, uno de esos inagotables “fundadores de discurso”, como los llamó Michel Foucault, y que funcionan lo mismo como arquetipo que como antimodelo de una literatura.
En un artículo publicado recientemente en una revista, Uribe ha escrito estas líneas acerca del lugar común: “… la literatura, como la vida, se hace de cosas que van y vienen, y a veces, sólo por el tiempo y el espacio, cambian de forma y se presentan como nuevas y distintas”. Esta afirmación cobra sentido cuando la aplicamos a su propia obra: ya desde el “Informe de la Escuela del Sufrimiento”, pórtico de estos infiernos, el autor evidencia su afición y su deuda al culminar su relato con una de esas minuciosas enumeraciones caóticas a las que Borges era tan afecto y cuya referencia inmediata son las visiones de “El Aleph”. Porque según declaración de Adolfo Bioy Casares “buscar la originalidad es el camino más seguro para no encontrarla”, Uribe se desentiende de antemano de esa empresa estéril para asumir la búsqueda consciente de referentes e influencias a los cuales asir su prosa, y de esta manera hacer uso del método narrativo que mejor conviene a sus argumentos: la suplantación.
Baste como ejemplo ese relato fragmentario que lleva por nombre “La abdicación”, y que ya desde el título define aquella poética. Allí, el narrador se calza la máscara del impostor para [de]mostrarnos que, a pesar de los tan a menudo estruendosos gestos refundadores de sus coetáneos, y como ya nos lo ha hecho notar su precursor argentino, todo es reescritura. En pleno siglo XXI, este Menard rocanrolero se finge una resentida feminista neoyorquina con apellido de empresa llantera, un pedante estructuralista parisino y un lamentable crítico latinoamericano de izquierda, quienes a su vez glosan y completan, cada uno llevando agua al molino de su respectiva escuela analítica, el olvidado ―y a todas luces apócrifo― relato oral transcrito por un oscuro escriba del siglo XI y traducido al español por, faltaba más, Rafael Cansinos Assens. La conclusión de aquel relato primigenio resultará, sugiere Uribe ―o el glosador por quien se hace pasar―, más sencilla y más compleja de lo que suponen sus diversos comentaristas, y al final de este juego de máscaras sólo encontraremos una oquedad ―el agujero post posmoderno― que corresponderá llenar a cada uno de nosotros.
UNAM/Dirección de Literatura (Ediciones de
Punto de partida, Núm. 4), México, 2008.
“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza aquel adagio destinado a demostrar que, tratándose de rutas eficaces rumbo a la condenación, es siempre mejor recurrir al concreto asfáltico de la mala leche. Así parece haberlo entendido Eduardo Uribe, quien en las diez historias que componen estos avernos de su opera prima, condena a sus creaturas a caídas morales que, tras la corrección de una prosa exacta, contienen la cicuta de la ironía y el desencanto de un autor que, a pesar de su juventud aparente, sabe bien que “nuestros actos son una mezcla amarga de malentendidos y enmiendas”, los cuales difícilmente nos conducirán a ningún paraíso como no sea uno baudelaireano: efímero y artificial.
Si cada escritor es una morosa acumulación de de los fantasmas ilustres que lo precedieron, en la mayoría de estos cuentos es posible identificar sin mayor dificultad la sombra de múltiples antecesores, pero, principalmente, la enorme de Jorge Luis Borges. Nada de qué extrañarnos si consideramos que el insigne porteño es un referente obligado de las letras universales, uno de esos inagotables “fundadores de discurso”, como los llamó Michel Foucault, y que funcionan lo mismo como arquetipo que como antimodelo de una literatura.
En un artículo publicado recientemente en una revista, Uribe ha escrito estas líneas acerca del lugar común: “… la literatura, como la vida, se hace de cosas que van y vienen, y a veces, sólo por el tiempo y el espacio, cambian de forma y se presentan como nuevas y distintas”. Esta afirmación cobra sentido cuando la aplicamos a su propia obra: ya desde el “Informe de la Escuela del Sufrimiento”, pórtico de estos infiernos, el autor evidencia su afición y su deuda al culminar su relato con una de esas minuciosas enumeraciones caóticas a las que Borges era tan afecto y cuya referencia inmediata son las visiones de “El Aleph”. Porque según declaración de Adolfo Bioy Casares “buscar la originalidad es el camino más seguro para no encontrarla”, Uribe se desentiende de antemano de esa empresa estéril para asumir la búsqueda consciente de referentes e influencias a los cuales asir su prosa, y de esta manera hacer uso del método narrativo que mejor conviene a sus argumentos: la suplantación.
Baste como ejemplo ese relato fragmentario que lleva por nombre “La abdicación”, y que ya desde el título define aquella poética. Allí, el narrador se calza la máscara del impostor para [de]mostrarnos que, a pesar de los tan a menudo estruendosos gestos refundadores de sus coetáneos, y como ya nos lo ha hecho notar su precursor argentino, todo es reescritura. En pleno siglo XXI, este Menard rocanrolero se finge una resentida feminista neoyorquina con apellido de empresa llantera, un pedante estructuralista parisino y un lamentable crítico latinoamericano de izquierda, quienes a su vez glosan y completan, cada uno llevando agua al molino de su respectiva escuela analítica, el olvidado ―y a todas luces apócrifo― relato oral transcrito por un oscuro escriba del siglo XI y traducido al español por, faltaba más, Rafael Cansinos Assens. La conclusión de aquel relato primigenio resultará, sugiere Uribe ―o el glosador por quien se hace pasar―, más sencilla y más compleja de lo que suponen sus diversos comentaristas, y al final de este juego de máscaras sólo encontraremos una oquedad ―el agujero post posmoderno― que corresponderá llenar a cada uno de nosotros.
Eduardo Uribe acepta, así, la condición fantasmal en la que él mismo diluye su propia autoridad. Para él la literatura es, antes que un monolito inamovible de nombres y corrientes, una vasta galería poblada de referentes posibles por la que transita no como el turista que asiente con respeto frente a cada obra, sino como el visitante frecuente que, estudiando cada paisaje con detenimiento, se apropia de aquellos detalles que mejor le van al suyo propio.
En el museo literario de los vocablos infamantes, el término manierista ha acumulado a lo largo del tiempo una rémora peyorativa de la que me gustaría despojarlo para volver a su origen etimológico, esto es, a la alocución italiana alla maniera que inicialmente definió a una de las escuelas pictóricas renacentistas, caracterizada ―nos recuerda la RAE― por la expresividad y la artificiosidad de ciertos artistas que pintaban precisamente “a la manera” de los grandes maestros de la época. En este sentido el adjetivo me parece oportunamente atribuible a su autor, en tanto que observo en él ambos recursos: el artificio y la expresividad correctamente domeñados, lo mismo que la puntual asimilación de modelos previos ciertamente prestigiosos, ya que, independientemente de sus respectivas tramas y del estilo con que fueron escritos, algunos de los cuentos que conforman el volumen no se fincan en el plagio formal o discursivo sino en la influencia ―por lo demás benigna― de un puñado de autores a los que Uribe rinde tributo tácito o abiertamente declarado: Fernando Pessoa, Henry James, Juan Carlos Onetti, Sammuel Beckett, Nathaniel Hawthorne, Julio Cortázar; además de otros clásicos como Van Morrison o los Rolling Stones.
Tendría que decir, en honras de su autor, que no es al asumir estos últimos referentes, digamos más mundanos, sino al desprenderse de aquella pesada carga literaria, cuando surge su voz más personal e interesante en al menos la mitad de los cuentos que forman el volumen y entre los que es posible hallar textos más que decorosos, quiero decir, pequeñas obras ejemplares del género escritas con una sobriedad y un estilo temperado no tan frecuentes en una época de mensajes apurados, weblogs escritos en una prosa de matanceros y ejercicios “literarios” cuya calidad se mide como el rating de una telenovela.
Hay, pues, en estos Infiernos particulares, un puñado de relatos que juzgo excelentes. Por poner un par de ejemplos: “El entierro de mamá”, en el que ante una insólita huelga de panteoneros, similares y conexos, tres hermanos velan durante días el cuerpo de su madre al tiempo que experimentan la descomposición no sólo del cadáver sino de sus propios lazos fraternos. O “El contrato”, donde un apocado Víctor, empleado menor de una compañía telefónica, ve diluirse el lustre de su nombre en su paulatino fracaso laboral al tiempo que se nos revela el escondido iceberg de una trama marital.
Y hay también, por si fuera poco, un par de verdaderas joyas narrativas. Me refiero al cuento que cierra el volumen, “Respuestas de Stanislaus MacNeill”, en el que Uribe reinventa el tema del doppelgänger, y, sobre todo, a esa pequeña alegoría del poder que es la “Brevísima relación de la fragua de las cadenas”, texto fundado en la dialéctica del amo y el sirviente que no desmerece el adjetivo de magistral y cuya lectura sería recomendable a cualquiera de los lacayos con los que nos topamos cada tanto.
Ciudadano rebelde de la aldehuela de la juventud creadora empeñada en elevar el balbuceo postvanguardista a la categoría de obra maestra, los afanes clasicistas de Eduardo Uribe nos lo presentan como una rara avis dentro del catálogo de las novísimas letras nacionales, acaso como una especie en extinción, uno de nuestros más jóvenes estilistas.
4 Comments:
master!
amé tu poema/parodia de samsa/kafka en ustedes que se arriman tanto!
me sigo riendo como idiota!
un abrazotote!
Quiobo, quiobo!!!! Yo nomás me le arrimo a mi señora, querido Sergio.
En cuanto a esa fabulilla del escarabajo que quería ser yo no sé si Pete Best o Stuart Sutcliffe, pues agradezco tanto tu lectura como tus carcajadas, todo lo cual celebro.
Salut, amigo.
vc
¿Cómo decía Elizondo?... El infierno es la medida corporal eterna... no, no... Son los dolores del cuerpo atribuidos al del alma hasta el infinito... no, tampoco...
Saludos.
Roberta:
Desconozco esa frase de Elizondo, quien, tengo entendido, escribió algunas muy ingeniosas (me dicen que sus Diarios, publicados en entregas en Letras Libres, abundan en ellas). Tal vez por eso le atribuí durante mucho tiempo aquella que dice, más o menos: "No sé en qué momento dejé de ser la joven promesa para convertirme en el viejo pendejo", pero una vez, en una comida, Christopher Domínguez (¿o Álvaro Uribe? No sé, ya no me acuerdo)me corrigió la plana revelándome el nombre del verdadero autor de semejante perla. Como sea, he terminado por olvidarlo.
¿Farabeuf? Pues salut...
vc
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