lunes, septiembre 29, 2008

So long, Newman

Paul Newman
(Shaker Heights, Ohio, 26 de enero de 1925-
Westport, Connecticut, 26 de septiembre de 2008)

Nada más natural que un ser humano muera si, a fin de cuentas y como dice una canción, "para morir nacimos". Cuando quien la palma es un anciano, venerable o no, la cosa pasa de aquella naturalidad a lo francamente obvio, predecible y hasta esperable (si bien no siempre deseable). Por eso me sorprendió un poco la reacción un tanto desmedida de los medios de comunicación, en particular de aquellos que dedican su tinta y su saliva a la farándula, ante la muerte de Paul Newman, comentando el deceso del actor octogenario, aquejado desde hace algunos años por un cáncer de pulmón, como si se tratara de la sorpresiva y repentina muerte del malogrado James Dean.

―¡Qué le vamos a hacer! ―le dije a mi madre, ferviente admiradora de la mirada azul del nativo de Ohio―, si me he de morir yo, que soy tu hijo, que no se muera Paul Newman. ―Pero lo cierto es que ya quisiera yo la apostura y la mirada seductora de Butch Cassidy para salir a pasear cualquier fin de semana.

De Newman no guardo demasiados recuerdos. No puedo decir que sea un gran conocedor de su filmografía ni un arrobado admirador de su técnica actoral (como sí lo fui, durante una buena temporada, de la de Robert de Niro), lo que me queda de él son, a lo mucho, algunas vagas remembranzas tangenciales:

Alguna vez leí, en una de esas revistas especializadas en el Show Business, que a sus sesentaitantos años el galán otoñal se procuraba abluciones en una bañera llena de agua con hielos para conservar su lozanía (y para pescar, me imagino, las afecciones pulmonares que finalmente lo llevaron a la tumba). Después de leer semejante nota, lamenté francamente vivir en un departamento de interés social con apenas una regadera de 1x1 m.

Durante la calurosa primavera de 2001, pocos meses antes de que naciera mi hija, mi mujer y yo adquirimos la malsana costumbre de rentar películas de Hitchock (me imagino que para ir acostumbrando a la niña, in utero, a las emociones fuertes). En una de esas nos tocó ver La cortina rasgada, el famoso thriller de la Guerra Fría, una de las películas menos emocionantes del llamado Mago del Suspenso. A mitad de la cinta me quedé dormido y soñé que Newman me perseguía por las callejuelas de alguna ciudad inidentificable del este europeo, digamos que entre Varsovia y Praga. Desperté sintiéndome Gregor Samsa en el aire estancado de aquella habitación primaveral.

Mi madre, sus hermanas y otras de mis tías por línea materna, todas ellas casadas con hombres particularmente feos, vivían obnubiladas por la masculina belleza de un su primo (sic), quien a los cuarenta años había adquirido el aire de interesante madurez del actor estadounidense: ojos azules, cabello prematuramente blanco, angelical sonrisa de perdonavidas. Agobiado ―supongo― por la excesiva presión del incesto latente, el tío Tito murió de un infarto antes de cumplir los cuarenta y cinco.

Un día, allá por 1986 u 87, mi padre me llevó al viejo cine Pedro Armendáriz ―donde hoy se erige un complejo Cinemark, junto al Centro Nacional de las Artes, en Río Churubusco― a ver El color del dinero, unó de los filmes más flojos que yo le recuerde a Martin Scorsese, con Newman y Tom Cruise en los papeles principales. Imagino que mi progenitor deseaba aprovechar la ocasión que le brindaba una de esas historias de "aprendizaje", en las que un hombre maduro vuelca su cúmulo de experiencia y sabiduría sobre un joven y petulante novicio, para darme, a los trece o catorce años, algunos consejos para la vida. Como quiera que haya sido, de mi papá sólo heredé el gustó por las cubas de ron Bacardí blanco y, acaso influido por aquella película, me dediqué durante un tiempo a frecuentar los billares del sur de la Ciudad de México, con resultados más bien cuestionables.

Mi esposa, que no está casada precisamente con un Paul Newman ―digamos que con un Yul Brynner region 4― guarda en algún lugar, como si fuera el retrato de un antiguo novio muerto en la guerra ―este fin de semana, por cierto, leí que nuestro actor peleó, muy joven, en la segunda guerra mundial ―una postal con la foto del rubio protagonista de La gata sobre el tejado de zinc caliente. Debo confesar que yo mismo se la regalé hace muchos años, cuando aún éramos muy jóvenes para saber que terminaríamos durmiendo en la misma cama. A veces pienso que algún día ella me recordará con ese rostro.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

querido, eres más guapo que paul newman. Me sorprende muchísimo que te acuerdes de tantas cosas.
te amo
d

7:46 p.m.  
Blogger Luis Vicente de Aguinaga said...

¡Santo Dios! Tu blog no debería llamarse "Asuntos domésticos" ni "La buena memoria de Víctor Cabrera", sino "A mejor vida" o "Dos metros bajo tierra". Mejor ya deja de invocar a la Calaca, Victorio, porque nunca se sabe...

5:59 p.m.  

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