miércoles, abril 23, 2008

El viaje amargo (III)

3. Exploradores contemporáneos

La simple dicha: en su búsqueda se consumen periplos y fortunas, miles de horas en andenes y salas de espera, Caribdis y Escila del moderno hombre inquieto que va y regresa y vuelve a ir en pos de su propia plenitud, de aquella pradójica entelequia localizable en nuestro interior, más próxima y más lejana que cualquier urbe añorada:

Volver a una patria lejana,
volver a una patria olvidada
oscuramente deformada
por el destierro en esta tierra.
¡Salir del aire que me encierra!
y anclar otra vez en la nada.
La noche es mi madre y mi hermana,
la nada es mi patria lejana,
la nada llena de silencio,
la nada llena de vacío,
la nada sin tiempo ni frío,
la nada en que no pasa nada.

He aquí a un viajero de sí mismo, uno que no sueña en París ni Nueva York. Otra era la meta de Villaurrutia (quien sólo una vez dejó su tierra para vivir una breve temporada en la nada cosmopolita New Haven (EE. UU.) de los 1930), otro, su destino final. No ir sino volver, regresar a “la nada en que no pasa nada”, tornar, como el uróboros, al origen, uno metafísico, esa “patria lejana” y primigenia de la que fuimos desterrados, acaso la misma que vislumbró Franz desde la quietud extrema de su habitación.

Un paso fugaz por Londres y unas cuantas semanas en París le bastaron a Jorge Cuesta para percatarse de que, del otro lado de la mar océano, su desencanto vital era básicamente el mismo que en cualquier lugar:

El viaje soy sin sentido
―que de mí a mí me traslada―
de una pasión extraviada,
mas a un fin no diferido.

Como su amigo Xavier, Cuesta fue un consumado explorador de los oscuros territorios de su alma. Un intelecto capaz de discernir entre el desplazamiento anodino a través de las fronteras del orbe y la aventura extrema que al fin y al cabo representa la expedición a las tinieblas de la propia inteligencia.

Y qué decir de Ramón, capaz de fundar nuestra modernidad poética sin poner un pie fuera de la patria. Trashumante entre el convulsionado Bajío mexicano de las primeras décadas del siglo pasado y la entonces aún provinciana Ciudad de México, para domeñar las ansias del fútil viaje ultramarino, el poeta añora la posibilidad perdida del terruño idealizado:

Si yo jamás hubiera salido de mi villa,
con una santa esposa tendría refrigerio
de conocer el mundo por un solo hemisferio.

Moderno fray Luis, López Velarde predica la “descansada vida” familiar y pueblerina como antídoto contra las ilusiones nómadas:

Quiero otra vez mis campos, mi villa y mi caballo
que en el sol y en la lluvia lanza a mitad del viaje
su relincho, penacho gozoso del paisaje.

Corazón que en fatigas de vivir vas a nado
y que estás florecido, como está la cadera
de Venus, y ceniciento cual la madera
en que grabó su puño de ánima el condenado:
tu tarde será simple, de ejemplar feligrés
absorto en el perfume de hogareños panqués
y que en la resolana se santigua a las tres.

Corazón: te reservo el mullido descanso
de la coqueta villa en que el señor mi abuelo
contaba las cosechas con su pluma de ganso.

Si para Borges "cada gran escritor crea a sus precursores", no es menos aventurado pensar que todo gran maestro no sólo profetiza, con décadas o siglos de anticipación a sus desconocidos herederos, sino que, al mismo tiempo, es el reflejo de algún ignoto y lejano par: al igual que su contemporáneo eslavo, lo mismo que sus devotos sucesores mexicanos, López Velarde pondera ahí la quietud como una estética y una moral versus la vacuidad de buscar lo que se es en otro lugar:

¿Qué puede haber más allá que me haga falta? ¿De qué inédito sol me separan los océanos? ¡Qué no es el sol el mismo en todos lados!

1 Comments:

Blogger La chica said...

Hasta vine a dejar un comentario: me encantó.

3:21 p.m.  

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