jueves, abril 03, 2008

El viaje amargo (II)

2. Arriaga, city of the World


El viajero que desde la Ciudad de México se dirige hacia Tapachula por la Carretera Panamericana se encontrará, luego de unas nueve o diez horas de bochornoso camino, con Arriaga, primer municipio de la costa chiapaneca después de la porción oaxaqueña del Istmo de Tehuantepec, región con la que comparte no sólo una primavera calurosa y un verano de aguaceros bíblicos, sino tradiciones que atañen lo mismo a la alimentación que a la música o a las celebraciones familiares y que hacen de éste una especie de poblado transitorio entre el mencionado istmo de Oaxaca y el Soconusco, la amplia región agrícola y ganadera de la costa de Chiapas a la que el insigne D. Alfonso Reyes se refirió en uno de sus cuidados relatos.

Hasta finales de los años setenta del siglo pasado, gracias a su ubicación estratégica en la ruta del Ferrocarril Panamericano, Arriaga fue un centro neurálgico para el intercambio comercial de la región con el centro del país, una población que exhibía una discreta prosperidad resultante de la actividad económica que allí se desarrollaba. A golpe de crisis recurrentes y con el abandono del tren como principal vehículo de comunicación y abastecimiento de la zona, la villa fue cayendo en una morosa decadencia que la convirtió en un paraje cuasi desolado y, consecuentemente, en el peligroso sitio de trasiego humano que es hoy en día: un pueblo-dormitorio para los inmigrantes centroamericanos que buscan cruzar desde ahí el país para alcanzar el American Dream; la base de polleros que, a cambio de sumas abusivas, enganchan a los indocumentados con la promesa sin garantía de llevarlos hasta la frontera con los Estados Unidos; lugar de reunión y asaltos de los ilustrados pandilleros de la Mara Salvatrucha; refugio ―se dice― de células del narcotráfico nacional.

Fue en ese lugar donde pasé, año tras año, los veranos de mi infancia. Habitante de un barrio de la Ciudad de México en el que abundaban los cines, los parques y, sobre todo, los amigos, las vacaciones en mi pueblo representaban una acalorada pausa entre ciclos escolares, una forzosa invitación a la calma en la casa de los abuelos maternos. No había mucho que hacer ahí para el soberbio e insolente niño urbano que yo era a la sazón. A 40 minutos de la playa, el placer de meter los pies en la arena dependía por completo de la decisión de los mayores y, a lo mucho, se reducía a un par de días. Mis principales entretenimientos consistían, entonces, en ir a remojarme al río (pero yo no sabía nadar y un par de veces estuve a punto de ahogarme ahí); desear en secreto a alguna prima; temperar un poco aquel calor bajo el grueso chorro que, en los días de tormenta, caía del alero del tejado; mirar desde la hamaca las filas de hormigas que cruzaban la casa; esperar la caída de la tarde para ir al parque central a tomar un par de sodas con nieve de vainilla; y, ya muy aburrido, devorar las pilas de Selecciones del Reader’s Digest que mi abuelo coleccionaba… Eso y acudir de tarde en tarde a visitar a los niños Casahonda.

Provenientes de Toluca, los hermanos Casahonda pasaban, como yo, las vacaciones en casa de sus abuelos. Cada verano, ante el inminente arribo de sus nietos, el entusiasmado patriarca repetía uno de los gestos de amor más extravagantes de que tenga yo memoria: bajo la ceiba enorme de su patio mandaba vaciar un camión de volteo repleto de arena para que los chicos se solazaran en un lodazal del tamaño de su infancia. En todos los años de veraneo en el terruño, fui a aquella casa sólo unas cuantas veces; sin embargo, guardo en la memoria las tardes que pasé construyendo carreteras o mojándome a manguerazos bajo aquel árbol como uno de los recuerdos más felices de mi infancia, así sea por mero contraste con el del tedio que me invadía mientras esperaba la próxima visita a ese solar.

Hacia mediados de los años ochenta, en uno de los últimos veranos de su niñez ―los hermanos rozaban peligrosamente los 12 años―, el padre de aquellos amigos ocasionales lanzó una propuesta que les heló la sangre. Era tiempo de que los polluelos comenzaran a aletear para, más pronto que tarde, alzar ellos mismos el vuelo. Debían conocer otras costumbres y a otra gente, ensanchar su panorama, “tener mundo”. Por eso, aquel verano no habría más Arriaga: irían a Londres a aprender inglés. “¿Y perdernos nuestras vacaciones en Chiapas? ¡¡¡Jamás!!!”, profirieron tajantemente. Y no fueron, pues, a Inglaterra, no al menos en esa ocasión.

Debo confesar que durante años me intrigó el excéntrico proceder de aquellos chicos. Simplemente no encontraba ninguna explicación sensata a su actitud: ¿Qué podía tener el pueblo caluroso y aburrido para desdeñar el viaje trasatlántico? ¿Qué les ofrecía a esos niños la polvosa Arriaga que no pudieran encontrar en la cosmopolita capital británica? Ahora lo sé: la simple dicha.