viernes, abril 11, 2008

¡¡¡Importante!!!

[Interrumpimos brevemente la transmisión de El viaje amargo para presentar esta reseña recién aparecida en la revista tapatía Luvina, que en su número 50 estrena diseño y directorio. Pronto continuaremos con nuestra programación habitual. vc]

Para qué escombrar el cuarto

[Vivian Abenshushan, Una habitación desordenada, UNAM-DGE/Equilibrista (colec. Pértiga), México, 2007.]


También nos seducen las ideas:

Como esa mirada furtiva que descubrimos inesperadamente y a la que correspondemos con una mezcla de asombro e inquietud. Tal el guiño que nos incita no tanto a la transgresión cuanto a la valoración de su mera posibilidad. Igual que la sonrisa cómplice que el espejo del deseo repite en nuestro propio rostro: así nos seducen las ideas.

Las buenas ideas, quiero decir, aquellas que ―como el roce accidental en el que, no obstante, alcanzamos a percibir el umbral de una otra experiencia― ocultan el verdadero brillo de su grandeza detrás de una supuesta trivialidad, de su fingida insignificancia. Ideas nimias, digo, en la doble y contradictoria acepción del término: anodinas al tiempo que monumentales, formidables en su futilidad, grandiosas por su sencillez.

Precisamente a esta seductora categoría del pensamiento pertenecen los textos de Una habitación desordenada, primera y venturosa colección de ensayos de Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) en la que la escritora brinda una elocuente lección de inteligencia y estilo, a la vez que rescata para sus lectores un género que en los últimos cincuenta años ha sido de tal manera secuestrado por la crítica académica que a la sencillez de su nombre original ha tenido que añadir los redundantes términos literario, de autor o de creación para diferenciarse de impostores como la tesis, el estudio, el fárrago y el mamotreto.

De entrada y de salida, la autora pinta su raya al respecto: “Anatomía del disperso”, ensayo que abre este breve volumen, puede leerse, antes que como la apología del pensador sin sistema, como una declaración de fe en un género que nació, precisamente, de la dispersión de su creador y de su capacidad para, a partir de aquélla, escribir prácticamente sobre cualquier cosa que le viniera en gana. Al ensayar una descripción del disperso, Abenshushan no solamente anticipa la naturaleza de su libro, sino que ofrece a sus lectores un autorretrato intelectual:

… Su mirada, microscópica y abismal, le hace experimentar la infinitud en cada uno de sus atisbos y, por eso, concibe el mundo como un nudo de nudos en el que cada hecho singular, cada astilla inocua, cada brizna de acontecimiento, condiciona a otros y es modificado por ellos. El disperso nunca puede ir al grano, porque a cada paso descubre asociaciones insólitas entre las materias más diversas, semejanzas, giros, excepciones…

Por su parte, “Contra el ensayista sin estilo”, el texto final del libro, contiene las coordenadas del mapa propio que la escritora se ha hecho para transitar por un género en el que se mueve como pez en el agua:

Como cúmulo de erudición y paráfrasis ostentosas, el ensayo no se me presenta más que como un objeto obsolescente. [...] Informal, diverso, inacabado, el ensayo divaga sin proponerse dar con una verdad general, pero sin renunciar por eso a encontrar una verdad íntima, particular. [...] El ensayista no propone soluciones totales, sino puntos de partida, anuncios destinados sólo a aquel que estuviera en la disposición de retomar lo inconcluso. [...] El ensayo es un paseo, o mejor: una deriva, es decir, una excursión fortuita, imprevisible y llena de riesgo a través de zonas poco exploradas del pensamiento. [...] el ensayo es el trayecto, no la llegada.

A esto se refiere, precisamente, el poeta Luis Jorge Boone cuando, en una reseña aparecida recientemente en la revista Letras Libres, sugiere que Una habitación desordenada contiene sus propias claves de lectura. De hecho, al tiempo que elucubra sobre la naturaleza de sus espacios entrañables, de actividades espiritualmente edificantes como hacerse piojito o de accidentes como el tropezón y la ulterior caída, Vivian Abenshushan construye una poética (¿o deberíamos decir, mejor, una ensayística?) tan íntima como ese aposento mental que según Franz Kafka “todo hombre lleva adentro” y al que se nos invita a pasar para, ante nuestros ojos azorados, demostrarnos que ahí ―que así―, sin armonía ni concierto aparentes, cada cosa está realmente en el lugar que le corresponde:

Como en aquella canción ochentera de Radio Futura, tampoco hay error en el caos de ese cuarto revuelto en el que los objetos se ordenan de acuerdo con la mirada conjetural y según los propios intereses discursivos de su habitante cotidiana.

Lectora devota de Perec, Abenshushan, al describir su temor a los insectos o al recordar con nostalgia las escaleras del edificio de su infancia, renuncia a la voluntad taxonómica de aquél para, en cambio, profesar su adhesión a las disparatadas y titánicas empresas personales, esto es, íntimas e intransferibles, del francés:

Así, una cierta historia de mis gustos (su permanencia, su evolución, sus fases) se inscribirá en este proyecto. Con mayor precisión, se tratará una vez más de un modo de delimitar mi espacio, de una aproximación algo oblicua a mi práctica cotidiana, un modo de hablar de mi trabajo, mi historia, mis preocupaciones, un esfuerzo para asir algo que pertenece a mi experiencia, no en el nivel de sus reflejos lejanos, sino en el corazón de su emergencia.[1]

“Al auténtico grande se lo ve detrás de cien misiones vulgares”, escribió el ex futbolista y hermeneuta del balompié Jorge Valdano. Y qué actos más vulgares, en el sentido de comunes, populares y difundidos, que rascarse la cabeza, tirarse un chapuzón en la piscina o azotar en plena calle. Reacia a la pedante y a menudo infructuosa sabiduría del soberbio especialista, al desentrañar la naturaleza de esos hechos anodinos, Abenshushan es capaz de camuflar su erudición detrás de un humor corrosivo que a menudo hace blanco en ella misma. Semejante al orquestador que oxigena pelotas antes de repartirlas prudente, sabiamente, para que a otros les quepa la gloria del gol o la jugada de sexto año, entre los afanes sublimes del poeta (ganar un premio) y las pretensiones de celebridad ―aunque al fin y al cabo prosaicas― del narrador (ganar un premio, pero mejor dotado), nuestra autora se impone tareas de menos lustre: pensar y explicarse el mundo. Aunque, ojo: al hacerlo no renuncia a las herramientas del relato y la poesía (no podría hacerlo quien, según propia declaración, en los albores de su escritura componía también versos y cuyo volumen de cuentos El clan de los insomnes obtuvo el primer lugar en un certamen nacional hace algunos años). Así, las páginas de Una habitación… están colmadas de precisos relatos de la vida personal de la autora al mismo tiempo que de admirables perlas poéticas, como cualquiera de esos agudos aforismos denominados “Cáscaras impuras” o como estas tres, halladas en una misma página, que bastarían para equipararla con el mismísimo Ramón Gómez de la Serna: “… la alberca, red de húmeda tela”; “… el cuerpo sin músculos del agua”; “…la alberca se aburre. Se aburre de su falsedad”.

Porque la suya es una prolongada lección de estilo muy cercana a la perfección, puede sorprender al ojo quisquilloso el hallazgo de ciertos ripios, acaso un par de patinazos gramaticales ―menores si los consideramos frente al conjunto de la obra― de una escritora llamada a ser una de las ensayistas más notables no sólo de su generación sino de la tantas veces inflada nómina nacional. Pero nadie, como dicen, es perfecto, y antes de reprocharle a la autora estos descuidos ―atribuibles también al editor del libro―, habría que agradecerle la lucidez de sus argumentaciones y la elegancia con la que bucea en la superficie de las cosas y los hechos cotidianos.

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[1] Georges Perec: “Notas sobre los objetos que ocupan mi mesa de trabajo”, en Pensar/Clasificar (tr. de Carlos Gardini), Gedisa, Barcelona, 1986, p. 21.

2 Comments:

Blogger EV said...

cómo estas?

3:45 p.m.  
Blogger EV said...

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2:06 p.m.  

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