viernes, julio 27, 2007

Una lección de geografía

Yo sigo de vacaciones, y lo que las vacaciones pueden hacerle a un hombre es atroz: además de exponerme durante tres semanas a los nocivos efectos de la inactividad física y mental, la molicie de estos largos y tediosos días me ha llevado a tomar decisiones tan estúpidas como la de gastar mi tiempo (¡¡¡y mi dinero!!!) en el consultorio de un dentista, quien no contento con sacarme unos buenos billetes a cambio de una placa sin la cual --me ha asegurado-- mi amada hija tendrá a los quince años la dentadura de Cuasimodo, me ha extraído también las cuatro muelas del juicio a cambio de unos honorarios que más bien harían pensar en incrustaciones de oro y diamantes. Así que me he pasado buena parte de mis ¿merecidas? vacaciones adolorido entre nubes de analgésicos, antibióticos y DVD's clasificación B. Total que no he estado pa' pensar, cuantimenos para sentarme a escribir, por eso transcribo a continuación esta bella clase de geografía de Amélie Nothomb que me leí durante mi lastimosa convalecencia molar. El fragmento pertenece a su novela autobiográfica (permítaseme la rebuznancia) Biografía del hambre, cuya traducción al espanish publicó el año pasado el sello barcelonés Anagrama. Ojalá lo disfruten tanto como este charro.
VC






Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objetivo de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas sabe a los setenta y tres años.

De todo eso no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario: no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reír, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría: una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.
(Los lectores más sagaces ya habrán advertido que el grabado que ilustra las líneas de la Nothomb es de M. C. Escher; su título es Naturaleza muerta y calle.)