Julius Marx : Groucho y él
Una mañana de principios del siglo xx, a sus once años y recién despedido de un empleo de oficina, Julius Marx (Nueva York, 1890) leyó un aviso en el periódico en el que una compañía de variedades de baja estofa solicitaba un joven cantante para una gira por varias ciudades de los Estados Unidos. A pesar de no contar con experiencia previa ni con ninguna formación artística o musical, el salario ofrecido (¡cuatro dólares semanales!) resultaba demasiado atractivo como para no intentarlo. Julius no sólo atendió el aviso sino que obtuvo un puesto en la compañía, y aunque la experiencia resultó más bien desastrada (el agente huyó con la paga y el pequeño, varado en la lejana Cripple Creek, Colorado, tuvo que telegrafiar a Nueva York pidiendo que le enviaran un billete de tren para volver a casa), bastó para que el joven judío hallara en ella una vocación y un destino: su insustituible sitio en el Olimpo del espectáculo universal.
Resumida así, la historia carece del ingrediente básico con que Hollywood condimenta ese género aleccionador que podríamos llamar self-made man film, pero es que la vida de Julius Henry Marx carece de pasajes excesivamente dramáticos. Si nos atenemos puntualmente a esa joya de la memoria selectiva que es su autobiografía, el día más trágico de su existencia fue un martes negro en que, convertido ya en un hombre de casi cuarenta años, perdió una fortuna amasada durante más de dos décadas de fatigar toda suerte de tinglados, desde ruinosos vodeviles de pueblo hasta los escenarios de Broadway. Pero la desgracia es, a veces, sólo el rostro desmaquillado de la suerte: ese mismo año —1929—, acompañado de sus hermanos Leonard y Adolph —con quienes, desde la adolescencia, había conformado una de las compañías de comediantes más célebres de la época— Julius filmó la primera de las películas que no sólo le traerían un nuevo y más jugoso patrimonio, sino que labrarían la leyenda de los Hermanos Marx.
Ni la gloria fílmica, ni la fama o la fortuna, ni siquiera el excéntrico y disparatado personaje que fue tras su habano extra largo, su grueso bigote de pintura y sus andares palmípedos, lograron que el hombre desistiera de su gran aspiración artística: “Pese al hecho de que triunfaba en la escena, me sentía insatisfecho. Quería escribir.” Y escribió —para regocijo y devoción de quienes honramos en su figura el triunfo del absurdo y la risa sobre las buenas maneras de la almidonada realidad— una obra breve, curiosa y divertida, que lo equipara con humoristas norteamericanos de la talla de James Thurber o Ring Lardner. Entre el desaforado elogio del tálamo (Camas) y el recuerdo de sus enredos sexuales sobre aquél (Memorias de un amante sarnoso) se erigen la autobiografía sesgada, tangencial, deliciosamente desopilante (Groucho y yo) y un portentoso volumen epistolar que recoge no sólo una parte de su correspondencia sino de sus aficiones literarias (T.S. Eliot y su poesía) y sus puyas profesionales (con los hermanos Warner).
Si, como postuló Cioran, “todo pensamiento debería recordarnos la ruina de una sonrisa”, el desmadrado escepticismo y el autoescarnio hilarantes de esta literatura marxista refutan el aforismo del rumano y exhiben su falacia al coronar cada idea con una carcajada.
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Bajo el título de "La ruina de una sonrisa", este perfil se publicó en "Laberinto", el suplemento sabatino de Milenio Diario, el pasado 27 de marzo.
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