viernes, agosto 29, 2008

Dos poemas

de este charro acaban de aparecer en la publicación electrónica Punto en línea, hijastra de la mítica revista universitaria Punto de partida, ambas bajo la égida de su simpática editora Carmina Estrada.

"Una noche en La Ópera" y "Un día a las carreras" son los evocadores títulos marxistas de estas composiciones (ofrendadas a los tocayos Luis Paniagua y Luis Téllez-Tejeda). Sin embargo, aparte del guiño a los geniales hermanos de Brooklyn, no hay en ellos ninguna alusión a aquel par de extraordinarios filmes de los años 30 del siglo pasado. Podría decir que el primero es un poema costumbrista en tanto que el otro es una muestra de eso que los que saben han dado en llamar "poesía de la experiencia". Pero no les cuento más, mejor dense una vuelta:

http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=193&Itemid=1

miércoles, agosto 20, 2008

Surfistas de la Nueva Ola

Tenía yo 16 o 17 años la primera vez que vi Sin aliento, el film noir de Jean-Luc Godard con Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg (los tres tocayos, ahora me doy cuenta). Debo confesar aquí que, lejos del asombro, mi primera impresión ante aquella película fue de desconcierto absoluto:

Acostumbrado como había crecido a los efectos especiales y al virtuosismo técnico del cine estadounidense ―de Cecil B. de Mille a Steven Spielberg―, a la entretenida velocidad narrativa de Volver al futuro, a la maravillosa ligereza de Vaselina (la inolvidable con Olivia y Travolta, no el bodrio ochentero de la banda Timbiriche), e incluso a la exactitud preciosista de Stanley Kubrick (cuyo cine había descubierto apenas dos años atrás con la extraordinaria Full Metal Jacket, a la que poco después se sumó Naranja mecánica, que vi cerca de 10 veces en un año), aquella película francesa me resultó no sólo tediosa y chocante sino realizada por un matancero y editada por el sastre del monstruo de Frankenstein. No encontraba, a esa edad, ninguna explicación para esos cortes abruptos entre una escena y otra, para esas disrupciones de toma a toma, por no hablar de los actores, que todo el tiempo miraban a la cámara y se comportaban como si supieran (como de hecho lo sabían) que los estaban filmando. Y sin embargo...

Había algo ahí, en aquella calculada tomadura de pelo, algo cautivante y hermoso en esa forma casi artesanal de narrar mediante imágenes visuales, algo más, un misterio latente, en el cinismo y el desparpajo con el que Belmondo se conducía como un ciudadano más por las calles parisinas, haciendo de la evidente fealdad su sex appeal (como pocos años más tarde lo haría también Mick Jagger, quien por cierto, y no por casualidad, aparece en Simpathy for the Devil, las míticas sesiones de grabación de ese tema emblemático de los Stones filmadas por el cineasta francés y montadas, ulteriormente, en una mafufada digna del 1968 que exigía "la imaginación al poder"); y qué decir de la también evidente belleza de Seberg voceando el Herald Tribune por Champs Élysées. Definitivamente, algo seductor se gestaba en esa historia gangsteril absurda e imposible pero absolutamente verosímil apenas uno estuviera dispuesto a creerla.

Lo supe algunos años después, no sólo cuando volví a ver (ya con una culturita cinematográfica menos endeble) A bout de souffle y otros filmes de Godard (Pierrot el loco, Una mujer es una mujer, Band à part) sino otros de sus paisanos contemporáneos como Chabrol, Resnais, Malle y principal, fundamentalmente de François Truffaut: Los 400 golpes y la saga entera del entrañable Antoine Doinel, Disparen contra el pianista, La piel suave, Jules y Jim:

Lo que había ahí, en todas esas películas, detrás de aquellas imágenes, de los rostros inolvidables de Jean-Pierre Léaud, Jeanne Moreau, Belmondo, Françoise Dorléac, Alain Delon o Brigitte Bardot era otra forma de concebir y hacer Cine (así, con mayúsculas), una nueva mirada ―o mejor, un cúmulo de ellas―, desacralizadora, iconoclasta, sin afeites ni imposturas, que observa y retrata sin filtros preciosistas los hechos comunes y las historias cotidianas, nuestros pequeños grandes dramas de cada día: la infancia y su final inexorable, el descubrimiento del amor y la separación de los amantes, el matrimonio y sus mieles agridulces, la muerte como una broma cruel pero una broma al fin y al cabo. Lo que había y felizmente sigue habiendo en todas esas películas es una manera de ver el mundo que apela de manera inteligente a nuestros sentimientos más íntimos y profundos y, sobre todas las cosas, a la libertad: más que una nueva ola, un tsunami poderosísimo y refrescante.

No fue menor la admiración y el entusiasmo con que esos cineastas galos fueron recibidos hace cinco décadas por la crítica mexicana. Para dejar constancia de ese hecho, y de paso celebrar los 50 años de aquel movimiento renovador, la Cineteca Nacional proyectó durante el mes de julio un ciclo retrospectivo con las películas señeras de la llamada Nueva Ola francesa y publicó el libro conmemorativo Nouvelle Vague: Una visión mexicana, que reúne los artículos y reseñas que a principios de los años 60 del siglo pasado generaron películas como Hiroshima mi amor, El fuego fatuo, El año pasado en Marienbad, Los primos, Los amantes, Sin aliento y Los 400 golpes. Aparte de los textos de críticos imprescindibles como Emilio García Riera, Tomás Pérez Turrent y Jorge Ayala Blanco, se incluye una reseña de Salvador Elizondo sobre L'anneé derniére á Marienbad, un par de ensayos de José de la Colina sobre Jules y Jim y Godard, respectivamente, además de dos textos más de Jomí García Ascot. También ―como si nos interesaran demasiado― se presentan testimonios de los cineastas Felipe Cazals, Arturo Ripstein y Paul Leduc sobre su experiencia como espectadores de la Nueva Ola.

Enceren sus tablas.





José de la Colina, Salvador Elizondo, Emilio García Riera et al., Nouvelle Vague: Una visión mexicana, Cineteca Nacional, Embajada de Francia en México, Alianza Francesa de México, Fundación Televisa, México, 2008.

miércoles, agosto 13, 2008

Ahora me vengo a enterar

, hojeando revistas en el Sanborns de Coyoacán, de que el número más reciente de la poblana Crítica incluye en sus páginas mi reseña (posteada acá hace un par de meses) de Caos portátil, la antología de poesía brasileña ultimísima publicada el año pasado por El Billar de Lucrecia (y de Rocío). En las páginas de la benemérita revista también aparece una reseña de Luis Vicente de Aguinaga a mi libro Signos de traslado. Hay, por si fuera poco, un estupendo texto (¿relato? ¿ensayo?, mejor: ensalato o relayo) del gran José Israel Carranza.

¡¡¡Puro cuaderno!!!







[Crítica. Revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla. Núm. 128, agosto-septiembre de 2008, 192 pp.]

lunes, agosto 04, 2008

Palabras para una nueva liturgia*


Francisco Segovia, Elegía,
Ediciones Sin Nombre-Conaculta,
México, 2007.


Tal vez él no lo recuerde, pero hace algunos años escuché a Francisco Segovia terciar en una discusión de amigos entre dos reconocidos poetas de su generación. Una, entre burlas y veras, le reclamaba al otro no haberle concedido cierto galardón del que éste había fungido como jurado. Divertido, Segovia trató de consolar a la quejosa haciéndole saber que él solamente se había hecho acreedor a un premio en toda su vida, en su ya entonces lejana época de estudiante becado en Inglaterra: una botella de champaña ―cuya calidad sospecho infame― con la que una horda de amigos enfebrecidos lo bañó por el puro gusto de celebrar.

Rescato aquí esa anécdota porque, tras su simpática apariencia baladí, revela la actitud de un autor que, sin los oros ni los laureles de otros, pero con tantos y más merecimientos que muchos, se ha empeñado en forjar, de espaldas a la vitrina de las condecoraciones, una de las poesías más sólidas, felices (no hablo aquí de alegrías ramplonas, sino de la pura celebración del hecho poético) y, digámoslo también, menos visibles de la poesía mexicana actual. Porque en una época volcada en la telegrafía del vértigo, tan dada a aplaudir la tartamudez y la ataraxia, Francisco Segovia se ha convertido para muchos de nosotros en un poeta de culto que ha sabido ser fiel a las certezas de sus primeras intuiciones y llevarlas hasta ese extremo en el que, habitada por la inteligencia, una poesía no sólo conserva sino que magnifica, por la vía de la experiencia y la decantación, todos aquellos atributos primigenios que constituyen la “marca de casa” del poeta. Me refiero, en su caso, al sorprendente oído con que capta, y plasma en cada página, eso que la convención ha dado en llamar el “ritmo universal”, la música escondida de las cosas, y que, para decirlo con sus propias palabras, nos permite, por su intermediación, “ver cabalmente lo que no se escucha”. Hablo, también, de ese oxímoron que supone la calculada elocuencia natural con que el poeta fluye a través de sus temas y obsesiones (el paso inexorable del tiempo, la paulatina degradación de la materia, el ámbito doméstico como espejo de otro más vasto) y que, por gracia de aquella prosodia íntima, de esa respiración acompasada, dota de una claridad aparente a un discurso de suyo complejo y abigarrado.

En Elegía, su más reciente publicación en las Ediciones sin Nombre, Segovia lleva estas cualidades de su poética hacia un extremo de tensión entre esos dos pretendidos rostros de la poesía moderna: inteligencia y experiencia, idea y sentimiento. Y lo hace de tal manera que, lejos de forzar hasta romperlo el vínculo entre ambas caras de la moneda, logra complementarlas hasta formar con ellas una sola y única arcilla verbal en la que caben lo mismo referencias de la antigüedad clásica que del pasado prehispánico, intertextos medievales y de la tradición ―culta y popular― hispánica, los Evangelios y el Refranero mexicano.

Al confrontarlo con el resto de la obra poética de su autor Elegía es, para decirlo pronto, un libro raro, difícil y hasta oscuro. Ambicioso ―como lo califica el anónimo redactor de la cuarta de forros― si nos atenemos a esa definición que alude a quien “tiene ansia o deseo vehemente de algo”, y en este sentido pienso que el afán de Segovia en esta entrega es el de, conquistadas aquellas armas poéticas con las que ha batallado largamente en el campo de la poesía mexicana reciente, transitar hacia una zona de niebla para allí emprender la búsqueda de nuevos territorios que ganar para su causa. No se piense, sin embargo, en una de esas búsquedas juveniles tan en boga hoy como siempre, fundadas más en la tentativa, en la prueba y el error de los tanteos adolescentes que a menudo rinden frutos lamentables por atroces. Elegía es no sólo un libro de madurez sino plenamente madurado, desde cuyo título es posible leer ya una alusión a esa etapa de serenidad y desprendimiento a la que ―pienso en la edad de nuestro autor― cada hombre aspira y se resigna en un momento dado. Aquí, en el fondo del discurso que sustentan estas páginas, antes que el lamento que define a este tipo de composición poética encuentro un corte de caja que, al adoptar la forma de la arenga o el sermón, esboza un distanciamiento de lo que antes hubo ahí (en el ámbito de los sentimientos pero también en el espacio del poema) y ahora, superado el duelo, es posible aligerar de su peso real por la vía de la memoria. Hablando de madurez y para poner un ejemplo a mis anteriores afirmaciones, habría que mencionar aquí “Sermón de cuerpo presente”, poema en el que Segovia proclama:

Con qué parca justicia de inocentes aceptamos
recoger ahora de la calle al pordiosero
que antes mirábamos absortos en su trance,
poseído, en el umbral de nuestra iglesia…
Recogerlo y poseerlo al fin nosotros dentro…

Ahí, al asumir la paternidad de ese mendigo rebelde y descastado, “poseído” ―es decir endemoniado, pero también “tenido”― sólo en “el umbral”, a medias, el padre se asume también como hijo de sí mismo y, al tiempo que se resigna a la orfandad (“¿Qué nombre para ése que fue hijo sin padres/ y que ahora que no es nos deja como herencia/ a nosotros mismos, padres sin hijo?”), halla también la plenitud de poseerse, finalmente, todo dentro.

En un bello texto titulado Poesía y realidad en el que define y explica su poética personalísima, Roberto Juarroz escribe: “Para el poeta, la poesía ocupa el lugar de la oración, la reemplaza y al mismo tiempo la confirma” y, algunas páginas más adelante, concluye: “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”. Es interesante observar cómo estas palabras de Juarroz hacen eco en las de Juan Carvajal (poeta al que le es ofrendada la primera sección de esta Elegía) quien en un lúcido ensayo afirma que “la literatura (la buena) es y ha sido siempre pagana, aunque trate de ‘Dios’ […]. La literatura es la matriz del mito; sus multiformes y demoníacas o divinas criaturas encuentran allí y sólo allí su tierra firme…”. Lo anterior viene a cuento porque este libro es, al tiempo que la arenga de quien sobrevive a sus afectos (en este caso a la amistad), la liturgia de una fe sincrética celebrada de espaldas a sus dioses (“[…] en el atrio:/ nunca en el altar…”), dioses que “viven/ […]/ de comerse a manos llenas a sí mismos…”. Deidades autofágicas, sí, pero de cuya carne (verbo) también nosotros nos nutrimos al tiempo que alimentamos nuestra fe y sus ceremonias, lo mismo por la vía del salmo que a través del fuego lento en el que bullen y

Sueñan los granos de máiz el paraíso
bajo la especie de una olla enorme,
un caldo largo, un hervidero
de esquites que sesionan en sazón
cada quien para su santo…

Ya desde el primer fragmento de esta elegía, el poeta nos sitúa en un tiempo y un espacio discernibles: el aquí y el ahora del poema, el atrio, no la nave, las afueras de una fe de masas ―populares y comestibles― cuyo oscuro profeta mendicante, Tiresias a las puertas del templo, es tirado a Lucas, es decir, a evangelista chiflado a cuya palabra nadie atiende. Me interesa detenerme un poco en esta imagen, pues en ella veo una alegoría del poeta moderno a la que nuestro autor se ha referido ya en su libro de ensayos Retrato hablado. Ahí, al comentar la aversión que Heine profesaba por la versificación francesa, Segovia aventura que el poeta romántico “tal vez escuchaba en las rimas alemanas la oscura voz de una lengua antigua y sagrada que tuvo que vestirse de mendigo para seguir sonando entre los hombres”. Seguir sonando aunque ya nadie atienda a su llamado, a la profética perorata de “Tiresias tirado a Lucas”. Es en este sentido que, en ese mismo ensayo de Retrato hablado, escribe Segovia:

Las rimas son algo así como vestigios de una lengua sagrada. Los que las pronuncian son, para decirlo con Heine, “dioses en el exilio”, númenes anónimos que hablan de otro mundo, de otra realidad. Acaso también ellos lo hagan ya, como nosotros, de manera inconsciente. Pero ello no le impide al oído reconocer cicatrices en todas las palabras…

“Bienaventurados los que oyen/ aun después de taparse los oídos”, concluye Segovia en la primera sección del libro, “Bienaventurados y tristes”, dice, porque, se infiere, esas palabras que los bienaventurados escuchan con los oídos tapiados ―y en las que, por cierto, reconocen aquellas cicatrices― sólo encontrarán eco en ellos, en la oscura catacumba de la oreja.

Elegía está dividido en cinco apartados en el que cada uno de éstos complementa al anterior. Si “En el atrio…” el balbuceo del “Evangelio/ de una iglesia cimarrona” se dibuja en boca de aquel mendigo ignorado, “Sermones”, la segunda sección, contiene las letanías de ese oscuro sincretismo. Es este cuadernillo el que, en mi opinión, contiene los grandes poemas del libro, aquellos que leídos de manera independiente revelan el refinado dominio de Segovia sobre las imágenes de sus propias obsesiones poéticas. Pienso, por ejemplo, en los ya citados “Sermón de cuerpo presente” y “Olla de esquites”, lo mismo que en “Sed”, “Monoteísmo” y “Ofrenda”. El tercer apartado “Salto. (Juan Carvajal declama en Tepoztlán)”, es una glosa al epígrafe del propio Carvajal que le sirve de llave (“¿Alguien tendrá piedad de esta fe nuestra/ depositada en dioses muertos?”) y en la que se asume esa pérdida como “…sólo esa presencia/ que no se ve jamás de fijo/ pero de fijo se recuerda…”. Asumido tal vacío, será posible celebrar desde él una nueva liturgia: “Todo ha desaparecido. Todo/ lo que es digno de celebración./ Por eso celebramos…”. Fundada en su mayoría en referentes literarios, “Hijos”, la cuarta sección del libro, constituye una larga alegoría sobre el paso del tiempo a la vez que una respuesta a aquella orfandad divina en la que Segovia aventura:

― que a nuestra fe no le hace falta la creencia,
Ni que viva Dios a fin de cuentas
Para libarle una ofrenda
Sin esperar la santidad,
Ni nada…

Si, como su nombre lo indica, “Hijos” es también una serenada reflexión sobre los vínculos filiales, “Gorgonas”, apartado que cierra este libro, es un entrañable descenso al infierno de la memoria, un viaje al fondo del íntimo dolor de

Un mundo de lloronas almas
Chocarreras sorprendidas
En su propio grito ahogadas
Madres nuestras de todos los días


para el que los cuatro cantos anteriores fueron, forzosamente, una preparación necesaria. Sólo en un orbe huérfano de dioses, habitado acaso solamente por ese saber, la locura es no sólo posible sino soportable por mediación del ansiolítico de la poesía, porque, como bien lo dice el poeta: “cuando ya no hay a qué aferrarse/ uno se agarra de las formas…”.

En la era de las nuevas ceremonias del vértigo y de los paroxismos light, Francisco Segovia plantea una pausada vuelta a los antiguos rituales de la tribu para leernos y celebrarnos nuevamente en el humo y en la carne, y eso habría que agradecérselo.

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* Este texto fue leído durante la presentación del más reciente poemario de Francisco Segovia, en marzo pasado, en la Casa refugio Citlaltépetl, y se publicó ese mismo mes en el número 7 de la nueva época del Periódico de Poesía, en versión digital. Lo rescato ahora aquí para los lectores de este blog. VC