miércoles, octubre 31, 2007

Dos calaveritas


Gumersinda Morales Nava
(Chilapa, Gro. 1918- Ciudad de México, 1997)

En este cráneo de petrificada azúcar
he puesto el recuerdo de mi abuela:

la que tejió el mantel
del tamaño de su mesa,
la que de niño me mostró
el valor verdadero de las cosas
gastándose conmigo
su tesoro de pobre
en objetos inútiles
pero que a ambos nos gustaban

o en aquellos viejos cines
de la colonia Roma
a los que me llevaba a ver
esos churros estupendos
de la India María y del peor Cantinflas,
y donde alguna vez rompí el asiento
a golpe de pura carcajada.

En este duro hueso
de azúcar que el tiempo amarillea
está la niña Gume,
mi tatita,
la edulcorada flor diabética,
cuya muerte no lloré
sino después de muchos meses,
un mediodía soleado en el que,
justo como ahora,
la memoria me asaltó con su vaho repentino
en medio de una calle
entre la gente.



América Martínez Castillejos
(La Calera, Chis., 1916-Tuxtla Gutiérrez, Chis., 2001)

Desde la lentejuela azul
de los ojos de esta calavera
se eleva como un árbol
en medio del silencio
la risa de mi abuela,

la voz
con la que me enseñaba a recitar
aquellos versos cursis
y pasados de moda
que fueron, sin embargo,
mi primera poética.

Su voz,
como nacida en la hondura del odre,
con la que salmodiaba a cada uno de sus nietos
y en la que la injuria
ganaba para todos nosotros
el tono amoroso del rugido
mediante el cual algunas fieras
convocan a su grey:

"Y de a'i, cabrón,
hijo de la chingada",
me saludó la última vez
que nos vimos en Tuxtla,
con los brazos abiertos y sus ojos anegados,
presintiendo ya que en ese gesto
me entregaba también su despedida.

Pobre Mequita,
qué pensaría ahora si me viera
escribiendo para ella una elegía,
con estos versos que, además,
no riman como a ella le gustaba.